Argo


Argo

Tiene más que cincuenta años la foto que he puesto arriba.
Me la mandó mi hijo; yo no tenía ninguna después de así muchos años.

Su nombre era Argo como el mítico perro de Ulises nombrado en la Odisea: creo que fue mi hermano, que ya conocía a Homero por haberlo estudiado en la secundaria, que le puso el nombre.
Yo era más chico de cinco anos y no sabía nada de esto. Pero el nombre me gustó: era bastante raro y sobretodo único; ninguno de mis amiguitos que tenían un perro le habían puesto un nombre así raro.
Casi se reían por este nombre: ¿que quiere decir? –preguntaban- ¿Ancho? [en italiano “largo”].  ¡Ignorantes!

En aquel entonces vivíamos en Padua [ciudad de Italia muy cerca de Venecia] en una callecita cerca del centro de la ciudad, en el lado pobre de la ciudad.
Desde pocos años habíamos regresado del pueblito, en el campo cercano a la ciudad, donde habíamos ido buscando seguridad de las tormentas de la guerra.

Las calles de las pequeñas ciudades de Italia son muy diferentes de las de aquí: angostas y tortuosas tienen la forma que los siglos le dieron, cuando los pocos carros los caballos los tenían adelante a tirar, no bajo el capó.

Estábamos en los años inmediatamente después de la guerra: de todos lados habían ruinas por los bombardeos, pobreza y poco trabajo. Nosotros éramos afortunados en este sentido: mi mamá era maestra y nunca dejó de trabajar, y de tomar el sueldo; mi papá empezaba uno de proponer medicinas a los doctores.
Pero en todo el país se sentía la gana, la fuerza, la voluntad de olvidar el terrible pasado: los muertos en la guerra, los hijos que no habían regresado;  y empezar algo nuevo, quizás con la fuerza de la desesperación, quizás por la esperanza que el futuro habría sido mejor y que habríamos podido construirlo.

En este entorno yo vivía, como todos los niños –ahora no es más así la campiña- como en un mundo irreal, afuera del tiempo, sin saber nada de los acontecimientos y de la realidad.
La guerra para mí era algo distante, no tenía lo trágico que habría descubierto más adelante. Era los fulgores, los relámpagos que se veían en la noche por los bombardeos en las ciudades cercanas; los vuelos de los aviones altos en el cielo; la cara del cabo alemán herido y fugitivo que escondimos por unos días en el sótano de la casa: los partisanos armados que a menudo pasaban por la campiña…

Ahora para mí es imposible justificar la guerra, aquella guerra que he visto sin sufrirla, todas las guerras, que unos decidieron por ambición de poder y que otros pagaron con su vida.

La infancia, los primeros años de escuela, las monjas del colegio, los compañeros con el delantal negro. Y la casa.
La casa donde vivíamos era una casa grande de departamentos: dos puertas de entradas, el numero 9 y el 11, que llevaban a una escalera hasta los cuatro pisos, mejor cinco: el ultimo era de desvanes. Nosotros en el tercero.
En la planta baja estaban tienditas, me acuerdo, un verdulero, una de abarrotes que vendía sobretodo pan, queso y unos viejos embutidos. La leche nos llegaba, cada mañana a las siete y media, hasta la puerta de la casa, arriba al tercer piso. El lechero tenía in algún lado unas vacas: a las cinco las ordeñaba y rápido iba por las casas. Era todavía tibio. Mí mamá con la nata hacía mantequilla.

Y, propio a un lado, al 13, estaban las oficinas de una pequeña fábrica siderúrgica que trabajaba el fierro -cortaba, soldaba láminas – haciendo cocinas que, en aquel tiempo, se llamaban económicas, y hornitos caseros. Bueno, todo tenía que ser económico. Eran cocinas que se calentaban con leña o carbón en briquetas. El gas sí había pero costaba demasiado.

Pasando por las oficinas, en otro edificio atrás de la casa, había la verdadera fábrica de tres o cuatro pisos, no me acuerdo. La particularidad estaba en el techo que era una terraza y está terraza era conectada a la casa donde vivíamos, distante unos cuatro, cinco metros, por medio de dos pasillos, puentecitos, colgantes.

Ahora, en el pensarlo, me da vértigo: el puentecito estaba colgado a los diez metros, era bastante estrecho y sólo, por seguridad, tenía dos barandillas de fierro.

Pero nos conectaba a esta terraza, muy grande -me parecía enorme- que fue el lugar de mis juegos, de mis sueños de niño. En la casa vivían otros niños más o menos de mí edad y nos encontrábamos allá en cada momento de la jornada.
De niños, en un rincón de la terraza, que tenía en torno un muro de hormigón (se lo ve en la foto), hacíamos con viejas sabanas y tablas de madera una tienda y estábamos adentro jugando y leyendo: era el tiempo de las aventuras de Salgàri y de Verne. Piratas, corsarios, exploradores en nuestro mundo fantástico.

Es en este tiempo, en este lugar, que aparece Argo.
Nos lo había regalado la muchacha que venía del campo (trabajar en la casa de la maestra era un orgullo); era muy pequeño, veinte, treinta días no más.
Comía la leche que nos llevaba el lechero, Amedeo, tibia, pero alargada con un poco de agua. Para su salud, decía mí mamá; mientras era para ahorrar un poco.

Son cosas que ahora pueden parecer increíbles, con el desperdicio que hay de comida en todos lados, pero así era. Las mamás, todas, buscaban de ahorrar de cualquier manera.

Y Argo se volvió parte de la casa, uno de la familia. Un perrito mestizo que más inteligente no puede ser. Mí mamá en el principio no lo quería en la casa; al final se resignó y se acostumbró. Pero no totalmente.

Cuando pienso en la importancia de un animal domestico en el crecimiento y el desarrollo sicológico de los niños pienso en él, en Argo.
Compañero de mis juegos, amigo en las risas, conforto en la tristeza, siempre a mi lado aun cuando, por una travesura, me castigaban arrinconado en el cuarto, a veces sin comida.

Pasaron los años: yo crecía y Argo siempre conmigo.
Cuando por él llegó el fin, siempre se había levantado de su perrera para saludarme cuando regresaba a la casa, no logro más hacerlo. Viejo y enfermo me miraba cansado moviendo la cola.
Mi papá y yo lo llevamos con un veterinario conocido por una inyección. Fue un día triste para todos en la casa. También para mí mamá.

Aunque… me acuerdo de un suceso, que quizá  todos quisimos olvidar.
Unos años antes con ocasión de las vacaciones de verano a la playa, a Chioggia, una de las pocas que hicimos toda la familia junta, mi mamá había confiado a Argo a la muchacha que vivía en un pueblito bastante alejado de Padua. Regresados, mi mamá no quiso más acogerlo en la casa. Me decía que como perro estaba mejor en el campo; “se veía” con una perrita: mejor por él y por nosotros.
Me pareció una traición, no lograba resignarme. Pero tuve que aceptar.

Después más de cuatro meses lo encontramos, Argo, herido en la cabeza y sangrante, delante de la puerta de la casa, en la calle, exhausto y casi moribundo. Mí papá lo recogió en sus brazos y lo llevó adentro: toda la noche se quedó con él curándolo y alimentándolo. Se había escapado del campo desde hace cinco días, yo no lo había sabido, intentando buscar el camino hacía su casa. En la mañana ya estaba mejor y una semana con caldos de carne lo pusieron de nuevo en forma.

Vivió  catorce años, toda mí adolescencia, hasta mis primeros años de la Universidad.
Pero ya los tiempos eran diferentes; yo tenía una muchachita que luego fue mi novia, luego mi esposa.

Quizá no tenía más necesidad de él.

Esto es todo sobre Argo. Cierro el equipo, apago la luz.
Pero todavía veo aquella mirada de hace muchísimo tiempo y me encuentro niño en un mundo que no hay más. ¿Dónde estás tú, Argo, compañero de los años felices?  ¿Dónde están todos los que he amado y que he perdido?
¿Dónde se fue todo lo que he vivido?  ¿Se perdió para siempre?
¿Es algo que sólo revivo en mis recuerdos? ¿Sólo recuerdos que se ofuscan y se desvanecen?

O, quizá, queda en algún lado y me está esperando, junto con los que han compartido, en parte, mucha, toda mi vida.

Ya lo sé: llegará aquel día en que me encontraré con los que he amado.
Y será un buen día.

6 pensamientos en “Argo

  1. Cortina d’Ampezzo, Italia. | casaitaliablog 23 de octubre de 2013 en 15:45 Reply

    […] recuerdos van ahora a mi infancia. En la casa donde vivía y a la gente que habitaba allí. Acaso ya he […]

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  2. Norma 10 de marzo de 2013 en 21:30 Reply

    Gracias Roberto por conpartirnos a «ARGO»,

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  3. Antonio José Coello 10 de marzo de 2013 en 13:03 Reply

    Muchas gracias Roberto
    Un fuerte abrazo
    AJC

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  4. rrtaccuino 9 de marzo de 2013 en 22:37 Reply

    Gracias por su apreciación

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  5. jose rivas avelar 9 de marzo de 2013 en 22:27 Reply

    Muy lindo, muchas gracias.

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