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Obras públicas y crecimiento

La famosa frase atribuida a Lincoln “Puedes engañar a todo el mundo algún tiempo; puedes engañar a algunos todo el tiempo. Pero no puedes engañar a todo el mundo todo el tiempo” no siempre es verdad.

Y ciertamente no lo es cuando nos hacen creer que el gasto público financiado por impuestos o, peor aún, por préstamos, es decir, por deudas, es el motor de la recuperación nacional, el generador de un flujo de riqueza del país (el famoso multiplicador keynesiano).

Y sí, todos lo creemos que las inversiones en obras públicas decididas y financiadas por los distintos niveles de gobierno son un desarrollo y crecimiento del país.

 

Mientras tanto, dejémoslo claro, inversiones.
Las inversiones del gobierno no son inversiones. Invertir, en el sentido económico, significa utilizar la riqueza actual para obtener más riqueza futura que pueda devolverla y dejar posiblemente un surplus. En el sentido financiero, significa generar un flujo de caja disponible para satisfacer a los prestamistas, inversionistas y acreedores. ¿Tienen algo que ver los déficits estatales con estas definiciones?
Las obras públicas no son inversiones, sino que son (si son realmente necesarias) costes generales o estructurales que la comunidad de contribuyentes debe soportar para hacer posible las actividades generadoras de ingresos reales que son sólo inversiones privadas.

 

El aumento del gasto público no aumenta la producción general, sino que, por el contrario, debilita el proceso general de creación de riqueza.

Según Mises:
“[…] hay que subrayar que un gobierno sólo puede gastar o invertir lo que le quita a sus ciudadanos y que su gasto y sus inversiones adicionales reducen el gasto y la inversión de los ciudadanos”.

La inversión pública da la ilusión de creación de riqueza sólo porque crea empleo inmediato. De hecho, los puestos de trabajo creados no impulsan la economía en absoluto, porque son sólo temporales y sólo para algunos trabajadores, mientras que los recursos para financiar el déficit deben ser tomados del sector privado, reduciendo así su capacidad general para crear puestos de trabajo.

Por lo tanto, en el mejor de los casos, sólo pueden cambiar la composición del empleo, no el volumen total. Se crean más puestos de trabajo en el sector público, pero a expensas de menos puestos de trabajo en el sector privado.

 

Esta simple verdad fue bien entendida hace más de un siglo y medio por el grande Frederic Bastiat, economista francés, quien dijo que “Cada vez que el Estado abre una carretera, construye un palacio, repara carreteras o excava un canal, da trabajo a ciertos trabajadores. Eso es lo que ves. Pero priva a otros trabajadores de sus trabajos. Eso es lo que no ve”.

 

Después de todo, si bien fuera cierto que las obras públicas produjeran riqueza, no está claro por qué los estados totalitarios, los creadores de infraestructuras colosales e incluso ciudades enteras nuevas, en lugar de economías florecientes, han creado economías de subsistencia, han generado indigencia y escasez de necesidades básicas.

Si los déficits creasen riqueza real en beneficio de todos, ¿qué necesitaría el Estado para gravar al sector privado? El Estado, a través de los déficits, podría financiar sus propios gastos de forma autónoma y sin gravámenes.
Pero sucede exactamente lo contrario.

La explicación radica en el hecho de que el Estado es incapaz de crear riqueza por sí mismo porque depende enteramente del sector privado del que recauda sus ingresos en forma de impuestos.

Los déficits son, por tanto, «el dinero de los demás» que el Estado afirma gastar mejor que aquellos a los que se los quita. Lamentablemente, este proceso de desvío de recursos privados, que a menudo se desperdician, tiene la consecuencia más grave de destruir los incentivos para crearlos.

 

Entonces si las inversiones públicas crean empleo sin crear riqueza, ¿de qué sirven todos los demás programas financiados en déficit si el Estado no tiene capacidad autónoma para crear riqueza?

Sirven para crear esquemas de confiscación disfrazados de maniobras expansivas para distribuir, a cambio de votos, dinero a un electorado desaforado que se alimenta de despilfarros.

 

Tenemos que aceptar la frase de Edmond Thiaudière » La política es el arte de disfrazar de interés general el interés particular».

Y esta sí, es una frase siempre cierta.

 

 

 

 

 

Otra vez sobre los impuestos

Uomo contro lo stato

A la izquierda el hombre que trabaja y produce; a la derecha el estado

En todo el mundo, incluyendo México, hay una alarma general para el aumento de los impuestos: en el número y también en los tipos, como la imaginación de los gobernantes no tiene límites.

Aunque, para saciar el apetito voraz de los políticos y sus burócratas, más y más el estado (palabra hermética que esconde la realidad de todos nosotros ciudadanos-súbditos) va a pedir prestado y endeudarse: pero este es un tema que se enfrentará a nuestros hijos y nietos…

Pero siempre el estado no piensa en gastar menos y ahorrar más sino a echarle la culpa a la mítica figura del “evasor” fiscal y para hacerlo, desdeñando la lógica, confunde la causa con el efecto.

No hay que confundir la causa con el efecto

  1. La “evasión” es el efecto de los impuestos;
  2. La tasación es lógica y físicamente precedente a la “evasión”;
  3. El estatismo confunde a sabiendas el efecto con la causa;
  4. La confusión está hecha para defender los impuestos;
  5. Viene defendida con toda la fuerza propagandística disponible;
  6. Como resultado de esta propaganda se viene creando un aura de inocencia a los “depredadores” dándole la culpa de la hiper-tasación a los “evasores”
  7. La palabra “evasor” es un término que la propaganda utiliza en el sentido peyorativo para hacerlo de desprecio público;

En resumidas cuentas no hay ningún “evasor” sino un “saqueador”: el estado.

Obesidad e impuestos

saturno

Saturno devorando a sus hijos – Francisco Goya

 

El uso del apalancamiento fiscal para orientar la conducta alimentaria de los individuos, o más simplemente para reducir la libertad en la elección del propio estilo de vida, es el último grito en el campo de las políticas públicas.
Expresiones como impuesto a los refrescos, impuesto sobre la grasa, sobre los alimentos basura, pero también sobre el alcohol, el tabaco, han entrado prepotentemente en al arsenal ideológico de los legisladores y, como consecuencia, en el vocabulario de los ciudadanos.

Ciertamente, el impuesto sobre los alimentos no puede considerarse una novedad: por el contrario, siempre han sido un objetivo prioritario de las estrategias fiscales, debido a que su centralidad en el consumo hace que la recaudación sea más fácil y más segura; pero también el más odioso: basta pensar en cómo los impuestos sobre la sal, trigo, té han inspirado a las guerras y revueltas.

Igualmente firme es la atención de los recaudadores a los “vicios”, respecto de los cuales una incesante propaganda los ha hecho impopulares, como el alcohol y el tabaco.

 

Los dos elementos –los alimentos y los vicios, y por lo tanto alimentos viciosos- se fusionan con la ayuda de un aglutinante, proporcionado por la presunción del Estado para ejercer un control minucioso sobre el cuerpo, y al final sobre la mente, de los ciudadanos.

Si bien se puede reconocer que este impulso – irresistible en los totalitarismos: “¡Tienes el deber de ser saludable! Tu cuerpo pertenece al Führer”, declamaron los Nazis; la gimnasia en las plazas de la Corea del Norte, hoy, y en la plaza Roja de China, ayer,- ha perdido fuerza en contextos democráticos, por otro lado, ha encontrado una base más sólida en los avances científicos y clínicos, que ha expandido el bagaje argumentativo a los burócratas que les permite dar forma a lo que Thomas Szasz ha llamado brillantemente “estado terapéutico”.

 

El resultado más evidente de este “paternalismo estatal” es que se ha hecho más aceptable la idea básica: que los burócratas saben mejor lo que es correcto para sus ciudadanos, y que, independientemente de los métodos utilizados, los primeros deben llevar la voz cantante en las decisiones de estos últimos.

Y esto no es nuevo.

Dinamarca fue el primer país del mundo, en el 2011, en implementar un impuesto sobre las grasas y, en general, uno de los más convencidos en la ola de impuestos alimenticios paternalistas.
En los meses siguientes aumentaron también los impuestos sobre los derivados del alcohol, chocolate, helados y bebidas no alcohólicas; ya existía el impuesto sobre el alcohol como sobre el tabaco.
Después de un poco más de doce meses, sin embargo, las autoridades danesas han anunciado la derogación del impuesto sobre las grasas: frente a una contribución limitada a la lucha contra la obesidad, el tributo implicaba costos administrativos sustanciales para determinar la incidencia exacta de la tasa, por primera vez, no calibrada en una categoría de alimentos, sino en un componente omnipresente como la grasa y difícil de medir.

Sin embargo, en el mismo tiempo, otros países europeos: Hungría, Rumania, Finlandia, Noruega, Francia, sin hablar de los Estados Unidos, pusieron similares impuestos y Gran Bretaña, Irlanda, Israel. y en estos días Italia, los están pensando.

 

Ahora también Peña Nieto dijo que su reforma contempla impuestos a las bebidas azucaradas, como una acción para combatir los índices de obesidad.

 

La lógica del razonamiento detrás de la introducción, o más bien de los intentos de introducir y lograr la aceptación de los gobernados, de un impuesto a ciertos alimentos sin embargo no es, como intentan hacer pasar, lo de disuadir, debido a los costos más altos, un hábito alimenticio perjudicial.

Para leer de forma correcta esta tendencia hay que verla de una manera diferente.

El estado (gobierno, política, burocracia) tiene una necesidad permanente y absoluta de nuevos ingresos. Está en su constitución: el estado tiene hambre; el estado, como todo en la naturaleza, crece, -lo que personalmente espero es que también muera, pero es una esperanza que ya ronda por muchos años, ¡quién sabe!-, se agranda, siempre incorpora nuevas actividades y funciones.

Es un monstruo que, como un nuevo Saturno, come de sus hijos: va a morir, tal vez, cuando ya estaremos muertos, por falta de presas naturales, tal como las plagas al agotamiento del organismo anfitrión.

Así que la necesidad es encontrar nuevas fuentes de ingresos y esta es la actividad primaria de todos los gobiernos.
Al hacer esto, tienen muy en cuenta la máxima de Jean-Baptiste Colbert (el arte de los impuestos consiste en desplumar al ganso para obtener la mayor cantidad de plumas con el menor posible graznido).

Mejor aún si pueden convencernos de que están trabajando (desplumándonos) para nuestro bien.

 

Entonces, ¿qué podría ser mejor en este mundo sano e higienista, donde tu conciencia se molesta en tomar un helado con crema, o una crema dulce pero no corre las lágrimas o pensamientos de compasión frente a la masacre de civiles desarmados en los países de África o de Oriente Próximo; qué hay mejor que imponer otro impuesto esta vez sobre los alimentos considerados “basura”?

El Estado ha logrado su propósito: aumentar los ingresos; ha asumido la imagen del ángel de la guarda, interpretando el papel que más le gusta de guardián de su rebaño de súbditos, y nosotros, los sujetos, acosados, oprimidos, exprimido en el sentido propio de la palabra, estamos contentos de esta entidad por encima de nosotros, casi sobrenatural, pensando para nuestro propio bien.
Por supuesto, hay también necesidad de perros guardianes, que mantengan en las filas los más desenfrenados, -que siempre hay estos idealistas amantes de la libertad-, tribunales que sancionen los más arrogantes para que todo se vea limpio, correcto, feliz.

 

No nos dejemos llevar por la fácil y absolutoria consideración que después de todo es algo que va en la dirección correcta, ya que, aunque con formas no del todo correctas, se nos invita, obliga a renunciar a algo que enferma.
Después de todo no es que una forma de educación impuesta por el Estado…

Por contra, hay que desconfiar, tener miedo de lo que, no importa si bien o mal, se nos impone.

 

La educación, parafraseando a Georges Clemenceau, es un asunto demasiado serio como para dejárselo al estado.
Es responsabilidad, es tarea de la familia, -se llamen parientes 1 y 2, aunque yo sigo con mamá y papá- es el deber de los padres.

Dejar que nos lo arranquen puede ser cómodo para aquellos que no sienten ese compromiso moral, pero es el camino seguro a la esclavitud.

 

En Italia acaba de salir un libro colecticio con el título “La obesidad y los impuestos. Porque necesitamos de la educación, no de impuestos”
Bien documentado y exhaustivo me fue útil en esta reflexión.

 

 

Lo que no quieren entender

bilancio

Me pregunto: ¿pero la culpa, la responsabilidad de quién es?

Porque sí es comprensible que los políticos no lo entiendan: viven de la redistribución que les da un papel en el negocio, y por lo tanto cuanto más se redistribuye -cuanto más es fuerte la presión fiscal- tanto más se oficializa, se consagra su función; proprio no me cabe en la cabeza como los fiscalmente presionados, los contribuyentes, todos nosotros que trabajamos –a diferencia de ellos, los otros- no logramos entender que para hacer cuadrar las cuentas, para nivelar las entradas y las salidas, no es la única de subir los impuestos (las entradas) sino, se puede, se debe, es más correcto, más lógico, más justo bajar las salidas, los gastos gubernamentales.

Los gastos del estado son como una bomba que absorbe todo lo que le dan, y cuando no hay más, pide otro. En poco menos de un siglo, en Europa y en los EE.UU. (no encuentro datos de otros países) la presión fiscal ha subido de un 8-10% del PIB a más de 55-60% (En Italia el total tax rate es del 68.3%). Intolerable, absurdo, injusto de cualquier lado vamos a verlo.

Claro los “servicios” que el estado entrega, como hada madrina, han aumentado pero aún más han subido el tamaño del estado y las tareas que éste ocupa con el aplastamiento de la libertad y de la presencia activa del individuo-ciudadano. La consecuencia es la proliferación de la corrupción, de los monopolios, de las regulaciones proteccionistas impuestas por los grupos de interés: lo que nos lleva al alza de los precios, al empobrecimiento y al menor crecimiento.

Aparte de que los llamados “servicios” igual podrían ser adquiridos por los ciudadanos, al menos por casi todos, en un entorno competitivo y por lo tanto con mejor cantidad y a precio más bajo, sólo si el dinero se quedara en los bolsillos de los que lo han ganado y no fuera robado con los impuestos para entregarlo a aquel pozo sin fondo que es el estado social, el estado “benefactor”.

Lo de bajar los impuestos es un tabú insuperable que está matando a Italia, a España, a Francia, también Alemania, sin hablar de EE.UU. y otros países socialistas de que no voy a mencionar.

Este tabú se basa en premisas igualmente inmejorables.

La primera sale del mito keynesiano del estímulo: un shock económico deja la demanda significativa y permanentemente por debajo de la oferta potencial. Según la gente va dejando de gastar dinero, las empresas disminuyen la producción y un círculo vicioso de caída de demanda y producción reduce el tamaño de la economía.
Los gobiernos socialistas, es decir todos los gobiernos en todo el mundo, con el respaldo de la teoría keynesiana, creen, y bien le sale, que el gasto gubernamental puede compensar esta caída de demanda privada y ser un multiplicador del valor de la economía.

Se dice que Keynes afirmó que un programa del gobierno que pague a la gente para que cave zanjas y las vuelva a llenar sería una nueva fuente de ingresos para que esos trabajadores gasten y ese dinero circularía por la economía, creando a su vez aún más trabajos e ingresos.
El argumento keynesiano también asume que mientras el consumo añade inmediatamente crecimiento económico, al contrario el ahorro no lo hace.

Que John M. Keynes haya sido el economista más aclamado del siglo pasado no lo absuelve de estas tonterías.

De todo necesitamos excepto más gasto público.
Aumentar el gasto público significa que tarde o temprano, los impuestos tendrán que crecer aún más. Impuestos visibles (directos e indirectos) e/o invisibles (inflación).
De la experiencia de los países europeos que en los últimos tres años han tratado de superar la crisis mediante la reducción de la deuda (reduciendo los gastos) y han empezado a crecer de nuevo, no quieren aprender.

La segunda y también más difícil de superar pues está radicada en el comportamiento, en las expectativas de todos nosotros es que el mal costumbre de pretender todo como un derecho ha destruido el deseo de emprender, de hacer, de construir nuestro futuro, no con las donaciones del estado, limosnas a mendigos, pero con la voluntad, el compromiso, la determinación.

Hemos tenido malos maestros que nos han guiado por un camino que conviene a ellos y daña a nosotros.

Y me temo que cuando nos demos cuenta será demasiado tarde.

¡Ojo!

 

 

Reforma fiscal

la mano che arraffa

 

En varias partes del mundo civilizado, que de una forma u otra se debate en dificultades crecientes, la política se encuentra hablando de reformas y especialmente de reformas fiscales.

Sería que preguntarse por qué, entonces, el concepto de civilización es así malamente asociado con eso de los impuestos…

Y, quién sabe por qué, las reformas tributarias, siempre se concluyen en un aumento de las mismas. Por lo tanto, en países donde los impuestos que suben temporalmente nunca se bajan, lo primero sería evitar una nueva carga.

Dicen, los políticos respaldados por (in)competentes economistas, que se trata de garantizar el equilibrio formal de las cuentas públicas; pero ya se supone que daría lugar a un nuevo descenso en el consumo.

Otra vez es la contraprueba de la (des)conocida curva de Laffer que, relacionando los ingresos fiscales y los tipos impositivos, demuestra cómo no es cierto que aumentando los tipos impositivos  se vaya consiguiendo una mayor recaudación fiscal.

Es una consecuencia implícita en la perspectiva de cada ajuste fiscal: si suben los impuestos (“sobre el consumo”, o “sobre el patrimonio” o “sobre los ingresos”), igual se reduce la renta disponible de los ciudadanos. Que, por lo tanto, en una espiral descendente, van a bajar consumo y ahorro y tendrán menos incentivos a nuevas actividades.
De este modo acabará frenando el crecimiento económico y, al final, también la masa imponible para la recaudación.

Pero los Solones de la economía no se dan cuenta y ante la baja recaudación la OCDE (Organización de Cooperación y Desarrollo Económicos) sugiere a México gravar con IVA alimentos y medicinas.

El hecho es que los gobiernos tienen necesidad -por sus manejos, por sus campañas, por su papel redistributorio de la riqueza creada por otros- de recaudar siempre más: es una enfermedad, esta bulimia, que no se para, no se cura.

Por lo tanto, ni siquiera lo piensan que la solución sería disminuir su tamaño, sus costos, sus gastos; no piensan de no subir impuestos y arreglarse de otra manera.
No, como como dijo Jean-Baptiste Colbert, intentan desplumar al ganso con la menor cantidad de quejas.
¿No se puede subir el IVA (demasiadas quejas)? Bueno: la alternativa es identificar diferentes bases impositivas, como el juego, el tabaco o el alcohol (más aceptadas); o como la Tobin tax, tasa sobre las transacciones financieras.

A la opinión pública responsable debemos expresar con claridad, poniendo fin a la retórica, de que la única forma de evitar un cierto aumento de una tasa es a través de un nuevo aumento de otra tasa.

Me temo en cambio que el propósito, no tanto oculto, de estas maniobras estatistas es de volver irresponsable la sociedad para que sea cada vez menos cuidadosa, de manera que la clase política sea siempre más libre de manejar según sus propios intereses personales: transferir, redistribuir, ganando más y más “peso” y autoridad y, por consiguiente, indispensabilidad para los ojos de la gente.

En conclusión que las gotas de ayuda derramadas por los gobiernos se hagan más y más gruesas e importantes.

Hasta dónde estamos, y ¿alguna vez llegaremos allí?, al lema que nos ha dejado Alexis de Tocqueville (El viaje a América 1831-1832):
“El sumo cuidado de un buen gobierno debe ser acostumbrar poco a poco la gente a hacer sin él”

 

 

Empresas e impuestos

colbert

Jean-Baptiste Colbert

Hoy Arturo Damm, en su El punto sobre la i, habla de impuestos citando al grande Ludwig von Mises: “Gravar un impuesto a las ganancias es equivalente a gravarle impuesto al éxito.”
En ninguna manera habría podido decirse más correctamente.

Con la premisa que estoy en contra de cualquier impuesto –es un robo hecho legal por el poder del estado, ya que no es una aportación voluntaria, o contractualmente establecida, para la tarea confiada de unos (pocos) servicios básicos- me gusta precisar que lo correcto sería que las empresas no pagaran impuestos sobre las ganancias.

Me explico pidiendo ayuda a Pascal Salin, economista “austriaco” en París, liberal auténtico y por eso casi desconocido (no he visto nada de él traducido en español).

“…la empresa no debería pagar impuestos porque se trata de un conjunto de contratos: contratos con que los hombres reúnen recursos para crear una empresa; contratos con que otros hombres intercambian sus servicios trabajando a cambio de salarios; contratos de suministro, etc. Ahora, usted nunca ha visto un contrato que paga impuestos. Sólo las personas pagan impuestos. Hacer pagar impuestos a un contrato es un fraude. Pero el Estado es lo suficientemente potente como para crear y mantener esas mentiras extraordinarias”.

De paso, siempre Salin, en el impagable “La tiranía fiscal”, desenmascara el sinsentido de la expresión “empresa pública”, pues la esencia no-contractual de esta organización la convierte en “institución” estatal en la cual los verdaderos dueños son los hombres del gobierno que la controlan. Públicas, es decir de los ciudadanos, son sólo las pérdidas que indefectiblemente ésta produce.

Los impuestos siempre son pagados por los individuos: las «cargas fiscales o sociales» de la empresa están necesariamente pagadas por aquellos que han llevado a cabo los contratos de constitución de la empresa y de su negocio, tales como los propietarios, los trabajadores, los proveedores o los clientes.

Y las ganancias deberían ser gravada a nivel de los dueños sólo cuando hay reparto de la utilidad.

En esta manera, enfriando la distribución de las ganancias a los socios para no pagar impuestos, subiría la capitalización de las empresas  incentivando las inversiones.
Sin hablar de la inequidad de la doble imposición. Primero en la ganancia de la empresa; segundo en la distribución de la misma sobre los dueños que la reciben.

El hecho es que no tenemos que encontrar equidad o justicia en la imposición fiscal. Esta sólo sigue el mando de quitar cuanto más posible.

Pues, como dijo Jean-Baptiste Colbert, ministro de hacienda de Luis XIV de Francia, «el arte de los impuestos consiste en desplumar al ganso para obtener la mayor cantidad de plumas con la menor cantidad de quejas».

Impuestos: cuando lo mucho cansa

Depardieu – Obelix


Ya habrán leído de Gerard Depardieu, el famoso actor francés, que como protesta en contra del gobierno de François Hollande, que recientemente aprobó aumentar a 75% el pago de impuestos a quienes ganen más de un millón de euros año (1.300.000 dólares), decidió mudarse a una localidad belga ubicada a un kilómetro de la frontera de Francia.

Y además, aunque el Tribunal Constitucional haya rechazado la ley -pero pronto replanteada por el gobierno-, Depardieu devolvió su pasaporte y parece que tomará el ruso.

“Estoy harto de trabajar por el estado” – dijo y añadió que en 2012 había pagado el 85% de impuesto sobre su renta.

En Francia el caso levantó un revuelo: quien como el ministro del Empleo y Seguridad Social dijo que era “un caso de decadencia personal”, la de Cultura dijo que era un escándalo y que para Depardieu “habría sido mejor quedarse en el cine mudo”; otros politicos, los de oposición, encontraron que el verdadero escándalo era el impuesto y la decisión tomada por del actor era la consecuencia de la política fiscal irresponsable de los socialistas.

Yo también participo de esta posición: para quien considere derecho inalienable lo de su propia vida, de su libertad, de su propiedad,  los impuestos de los gobiernos son un robo y cuando llegan a este nivel, además de una estupidez pues son contraproducientes, se manifiestan como un hecho de soberbia y de prevaricación.

Bueno, Hollande, el presidente francés, se encuentra en buena compañía pues también Barak Obama, otro socialista, intenta hacer lo mismo; y también en Italia, en España es igual.

Pero el numero puede ser fuerza, pero no, en absoluto, legitimidad, verdad y coherencia.

Le adjunto un articulo sobre el argumento del profesor español Juan Ramón Rallo, que agradezco por su tacita permisión, que mucho me gustó por inteligenzia y agudeza.

De servicios y servidumbres

Decía Lysander Spooner que el Estado era peor que un asaltador de caminos porque éste, al menos, no intentaba sermonearte y convencerte de que te estaba robando «por tu bien»: el ladrón te arrebata la cartera, se va y te deja en paz, mientras que el Estado se instala a tu lado para convertirte no sólo en su esclavo económico sino, sobre todo, en su esclavo moral.

El Estado francés no sólo es una institución que año tras año se queda con más de la mitad de todos los ingresos de sus ciudadanos, sino que además trata de persuadirles de que todavía pagan demasiado poco y de que redunda en su interés el terminar de rendir sus haciendas particulares a la Hacienda de la República. Tampoco es que posea alternativa: cualquier banda organizada que ose sisar cantidades tan astronómicas a un grupo de personas necesariamente vivirá sometido a un riesgo potencial de rebelión que únicamente podrá aplacarse y controlarse con un continuado adoctrinamiento y una bombardeante propaganda.

A tal fin se dirigió el célebre Hollandazo fiscal por el que las rentas de más de un millón de euros pasaban a estar sometidas a un tipo marginal del 75%. Su propósito, a diferencia de lo que algunos quisieron creer, no era el de incrementar los ingresos del Estado francés, pues la recaudación de la medida se preveía absolutamente exigua, sino templar los ánimos de unas clases medias que se ven sometidos a un sistema fiscal igualmente invasivo y ahogante. En otras palabras, el objetivo del Hollandazo era hacerles más digerible la rapiña fiscal a la mayoría de franceses de ingresos moderados –que son el auténtico granero del que se nutre el erario– ofreciéndoles a modo de sacrificio y carnaza el despellejamiento de cuatro odiosos ricachones. En el fondo no era un impuesto contra los ricos, sino una campaña de marketing para consolidar la exacción fiscal de las clases medias y bajas.

De ahí que la reacción de Gerard Depardieu sea tan bienvenida. No porque Obelix esté combatiendo al César François por el bien de la irreductible aldea gala, sino porque, al tratar de salvaguardar su propiedad en su propio interés, no sólo recuerda a todos los franceses quiénes son siempre los auténticos sojuzgados en materia fiscal (todos aquellos que no pueden evitarlo, esto es, la mayor parte de las clases medias que no cuentan ni con recursos ni con asesores para protegerse de las mordidas gubernamentales) sino que, sobre todo, pone de relieve el auténtico fondo de la cuestión: la tributación confiscatoria de la Grandeur.

Así las cosas, a Hollande no le ha quedado otro remedio que salir a la palestra para tratar de redirigir la indignación social contra los exiliados fiscales como Depardieu en lugar de contra lel auténtico culpable: la voraz Hacienda gala. Peticiona Hollande que los contribuyentes tienen el deber de servir a Francia, es decir, al Estado francés, es decir, al propio Hollande. Otro con complejo de Rey Sol.

En realidad, el mayor servicio que los contribuyentes franceses pueden prestar a su país y a sus connacionales no es agachar la cabeza e hincar la rodilla ante el publicano de turno, sino, entre otras contestaciones, ejercer en masa el muy democrático voto con los pies cruzando la frontera y acelerando la descomposición de su reaccionario, opresivo y pauperizador régimen tributario.

Lo que reivindica Hollande no es un servicio a la ciudadanía, sino una servidumbre al Estado; mas sólo revistiendo lo segundo de lo primero tendrá oportunidad de canalizar el odio social contra el traicionero exiliado fiscal, minimizar futuros casos análogos, argamasar a quienes creen que pagan muchos impuestos porque los ricos no contribuyen y, en última instancia, lograr mantener en pie la descarada institucionalización del expolio en beneficio de políticos, burócratas, grupos de presión y buscadores de rentas. A nada más que esto se reduce toda la pomposa retórica de nuestros estatistas gobernantes.

Juan Ramón Rallo el 28 de dic de 2012

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