Leyendo sobre las extrañas ideas que los políticos de casi todo el mundo (ahora en Italia el gobierno de Conte con MS5 y la Liga, sin mencionar el próximo AMLO de México), quería escribir algo sobre políticas redistributivas y paternalistas que se están volviendo cada vez más populares.
Nada nuevo en verdad, tanto que ya había dicho el mío en 2015 y no lo recordaba.
Releyéndolo y encontrándolo todavía válido, lo propongo otra vez para su lectura.
Redistribución
Ayer en Asuntos Capitales, Arturo Damm volvió sobre el concepto de “redistribución”, típico de los gobiernos estatistas de todo el mundo, citando una idea de Anthony de Jasay, que en el famoso texto “El Estado. La lógica del poder político” del 1985 escribió que “el sistema redistributivo se convierte en una maraña enredada de favores”.
Nada más cierto y a menudo verificado que esta aserción.
Pero ya en lo lejano 1952 Bertrand de Jouvenel en su obra “La ética de la redistribución” había analizado el problema.
Texto fundamental y revelador de aquella tendencia estatista que ya empezaba a difundirse en todo el mundo: la redistribución de la riqueza producida por unos y, por medio del gobierno, repartida a otros.
Y hay mucha gente, nos dice Damm, que cae en la trampa de creer que es el gobierno el que da, sin darse cuenta que no hay nada que el gobierno dé que previamente no haya quitado, de una u otra manera, en mayor o menor medida.
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Hay faltas conceptuales en la ética de la redistribución que de Jouvenel nos aclara: las nobles (¿?) intenciones de los partidarios de las políticas de redistribución, lejos del producir los resultados agorados, han acabado por dar vida a aparatos político-burocráticos caros, ineficientes y corrompidos, que tienen como único objetivo su supervivencia.
Y provocativamente: ¿[también] si las políticas de redistribución no tuvieran consecuencia alguna sobre el nivel de la producción, deberíamos empujar la redistribución hasta sus consecuencias extremas, a la perfecta igualdad de las rentas individuales?
Según de Jouvenel la transferencia, confiada al Estado, de riqueza de la parte más ricas de la población a aquella más pobre está basado en dos convicciones.
La primera constituye la base lógica de las políticas de la lucha a la pobreza: es decir que sea deseable aliviar las condiciones de necesidad de los indigentes, trasladando a favor de ellos una parte de la renta de los otros. La segunda es representada por la convicción, a menudo implícita, que la desigualdad de posibilidades económicas entre los miembros de la sociedad sea de por sí un mal de combatir.
Estos convencimientos están ahora ampliamente aceptados pero sería difícil no convenir con de Jouvenel que a su difusión han contribuido los sentidos de culpa de los privilegiados (véase el estudio de Tullock “Economic of Income Redistribucion”) y la envidia de los menos acomodados (Schoek, La Envidia. Una teoría de la Sociedad).
En todo caso, cuál que sea el génesis de las solicitudes de redistribución, queda un insuperable problema: ¿si la exigencia de aliviar las condiciones de estrechez de las clases pobres es tan difusamente advertida, por qué deberíamos encargar “el Estado”, o más concretamente la clase político-burocrática, de satisfacerla?
Si todos advierten la urgente necesidad de ayudar a los pobres, pueden hacerlo muy bien directamente, sin necesidad alguna de intervención “pública”; la actividad caritativa privada podría satisfacer tranquilamente aquella aspiración, sin deber molestar a políticos y burócratas por la necesidad.
En cambio – y de Jouvenel hace de este su caballo de batalla – la lucha a la miseria se ha convertido en el pretexto más difuso para trasladar recursos y poder de la sociedad civil al poder político: la redistribución, se ha vuelto monopolio público, prerrogativa casi exclusiva de la clase político-burocrática.
El objetivo del estado de bienestar no es ayudar los menos acomodados, combatir la pobreza, éste sólo es el pretexto, pero hacer el interés de cuantos viven a costa de la industria de la asistencia:
“…en realidad la redistribución, más que traslado de renta de los más ricos a los más pobres, como creímos, es una redistribución de poder del individuo al Estado”
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Además la política de la redistribución es condenada por de Jouvenel, porque demuele el sentido de responsabilidad personal.
Y provoca este efecto con el trasladar el poder, relativo a las decisiones sobre asuntos vitales, del individuo al Estado. Aún más, el efecto de esta política es perjudicar la familia respecto a instituciones como las corporaciones.
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Cómo Nozick ha aclarado espléndidamente el resultado final de la tentativa de imponer un modelo de distribución es un estado socialista que prohibe actos capitalistas entre adultos conformes.
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La política de la redistribución encarna un individualismo abstracto y falso en que las instituciones intermedias que son la indispensable matriz de la individualidad son puestas por parte o suprimidas. Especialmente es hostil a aquella institución que es la piedra angular de la sociedad civil, es decir la familia.
Nozick sigue de Jouvenel en notar que el instituto de la familia es perjudicado bajo cualquier régimen de redistribución:
“Para tales concepciones las familias son un elemento de molestia; porque en el ámbito de la familia ocurren traslados que revuelven la distribución adoptada.”
El régimen de elevada tasación, inseparable de aquel de la redistribución, tiene ulteriores, indeseables consecuencias de disminuir la esfera de los servicios gratuitos a los que los ciudadanos contribuyen por actividades sociales y consecuentemente de corroer la cultura cívica que está a la base de la sociedad liberal.
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Ideas tomadas de la relectura del texto citado y del comentario de Antonio Martino.
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