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Paraísos artificiales

A las tres y media me levanté y miré con profunda emoción las viejas torres de…, adornadas con la primera luz, que empezaban a tomar el resplandor radiante de una mañana de junio despejada.

Era firme e inquebrantable en mi propósito, pero preocupado por una vaga aprehensión de la vergüenza y de los peligros inciertos; y si hubiera sido capaz de prever la tormenta, el verdadero granizo de la aflicción que pronto caería sobre mí, con razón me habría agitado mucho más.

La paz profunda de la mañana contrastaba este desorden de una manera conmovedora con él y casi servía como medicina.

El silencio era más profundo que a medianoche; y para mí el silencio de una mañana de verano es más conmovedor que cualquier otro silencio, porque la luz, aunque amplia y fuerte, como la del mediodía en las otras estaciones del año, parece diferir del día perfecto, especialmente en que el hombre aún no está fuera; y así la paz de la naturaleza y de las criaturas inocentes de Dios parece profunda y segura, mientras la presencia del hombre, con su mente preocupada e inestable, no perturbe su santidad.

 

 

CHARLES BAUDELAIRE, Un Mangeur d’opium, Les paradis artificiels (Poulet-Malassis et de Broise, París 1860), II Confessions préliminaire, en op. cit. p. 682.

 

 

Nostalgia

Nostalgia

Osterie 2

¿Les gustará volver a leer unas cosas que escribí hace varios años, sobre algo que está desapareciendo?

Lugares de encuentro, estilos de vida ligados a un tiempo que ya no es más….

Osterie

Osterie

Día de la memoria

Ya no hay días en el calendario para recordar todos los «llamados» días de memoria que se superponen constantemente: sin sentido y sin vergüenza.

Y no quiero recordar aquí todos estos creados por los gobiernos y burocracias que sólo tienen el propósito de satisfacer las más mínima ansiedad de los ciudadanos-esclavos.

 

Pero esto sí, esto es importante. Esto no se puede olvidar.

Acaba de pasar por unos días el aniversario de uno de los acontecimientos más nefastos y trágicos que hay en la memoria histórica.
Un evento que cambió el destino del mundo y que fue el origen de hambre, horrores, destrucción y un montón de víctimas inocentes, cuyo número es mucho más alto que el de todas las otras tiranías del siglo XX.
Estamos hablando, por supuesto, de la revolución bolchevique, con la que se intentó convertir el poder en el acto de las predicciones del barbudo de Tréveris y de los otros sociales del «Socialismo científico».
 

La creación de un día de la memoria de las víctimas del comunismo puede servir, por lo tanto, para el doble objetivo de honrar adecuadamente a los millones de muertos inocentes y limitar la probabilidad de que se repitan estas atrocidades.

 

 

 

La Política – Trilussa

La politica - spaghetti

Me estoy dando cuenta, según la estadística del sitio, que todavía muchos de mis amigos siguen leyendo un viejo post del 2012 “El gato socialista (en ayunas) – Trilussa”.

Pero, hablando de estadística, no puedo olvidar la más famosa de las poesías, que el propio Trilussa escribió, propio sobre la estadística que en el tiempo (alrededor del 1900) como disciplina, utilizando el método científico, empezó a ser tenida en gran consideración en los estudios político-sociales.

La fábula se conoce en Italia como “los pollos de Trilussa”, como la más proverbial observación a propósito de las medias estadísticas, pero su título es propio “Estadistica”.

Aquí viene:

« Sai ched’è la statistica? È ‘na cosa
che serve pe fà un conto in generale
de la gente che nasce, che sta male,
che more, che va in carcere e che spósa.
Ma pè me la statistica curiosa
è dove c’entra la percentuale,
pè via che, lì, la media è sempre eguale
puro co’ la persona bisognosa.
Me spiego: da li conti che se fanno
seconno le statistiche d’adesso
risurta che te tocca un pollo all’anno:
e, se nun entra nelle spese tue,
t’entra ne la statistica lo stesso
perché c’è un antro che ne magna due. »

 

¿Sabes que es la estadística? Es una cosa
que sirve para echar en general una cuenta:
de la gente que nace, que se ha enfermado,
que muere, que va a la carcel, que se casa.
Pero para mí la estadística más extraña
es adonde se hace el porcentaje,
por el hecho que, allí, la media siempre es igual
también con la persona necesitada.
Me explico: de las cuentas que se hacen
según las estadísticas actuales
resulta que te toca un pollo al año:
y, si no tú no te lo comes,
cabe igual en la estadística
porque hay otro que come dos.

 

 

Así que vuelvo a proponerlo actualizándolo con otra poesía del mismo Trilussa escrita en el 1915: «La Política.»

Espero que le guste como la anterior.

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La Politica

Ner modo de pensà c’è un gran divario:
mi’ padre è democratico cristiano,
e, siccome è impiegato ar Vaticano,
tutte le sere recita er rosario;

De tre fratelli, Giggi ch’è er più anziano
è socialista rivoluzzionario;
io invece so’ monarchico, ar contrario
de Ludovico ch’è repubbricano.

Prima de cena liticamo spesso
pe’ via de ‘sti principi benedetti:
chi vò1 qua, chi vó là… Pare un congresso!

Famo l’ira de Dio! Ma appena mamma
ce dice che so’ cotti li spaghetti
semo tutti d’accordo ner programma.

 

La Política

En el modo de pensar hay grandes diferencias;
Mi padre es democrático cristiano,
y como trabaja en Vaticano,
todas las tardes recita el rosario.

De los tres hermanos, Juan que es el más anciano
es socialista revolucionario
en cambio yo soy monárquico;
al revés de Ludovico que es republicano.

Antes de cena a menudo peleamos
a causa de estos principios benditos:
quien dice esto, quién dice otro… ¡Parece un congreso!

¡Se azuza el cólera de Dios! Pero cuando mamá
nos dice que los espaguetis son cocidos
estamos todo de acuerdo en el programa.

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Torcello

60

120-_innerArt-_MariaTorcello Catedral de Santa María de la Asunción – mosaico bizantino

200

Iglesia de Santa Fosca

Siento pena, ahora que lo pienso.
Cuando, han pasado casi dos años, mis queridos amigos mexicanos vinieron a encontrarme en Italia (y  arrebatarme), yo había planeado el viaje, vivía a pocos kilómetros de Venecia, a las islas de la laguna veneciana.
El encanto de estos lugares, Murano, Burano y Torcello es tal que incluso ahora siento la sugestión: la proximidad de Venecia, su laguna, el aliento lejano del mar, al otro lado de las largas islitas que reparan y defienden el equilibrio precario de la ciudad, es algo que no se puede olvidar y que vive dentro de mí.

Le isole - mappa

Cuando nos embarcamos en la lancia (vaporetto) el día estaba cerrado, el cielo oscuro y las nubes de lluvia: como suele ocurrir allí en esa maravillosa temporada que va desde finales de mayo hasta principios de junio.

Maravillosa, porque el calor es siempre atemperado por un aire ligero y fresco, ya que el exceso de humedad se derrama a menudo en lluvia aliviando el bochorno; porque la luz- el sol es fuerte pero aún no está totalmente amo del cielo- da al agua, a las piedras, al verde de los huertos, colores vivos pero de tonalidad pastel, llenos en su gradación y pulsión.

El cielo se limpió cuando llegamos a Murano, la más cerca.

Dividida en nueve pequeñas islas, conectadas por unos veintes puentes,  atravesada por un canal ancho, es la isla del cristal soplado: una antigua tradición todavía muy viva, que ha visto trabajar enteras generaciones de Murano.

Fuimos a verlos los artesanos de esta antigua técnica: el maestro es su silla de madera y alrededor los sirvientes que le llevan masas de vidrio fundido e incandescente que él sopla, mezcla y une. Los colores reflejan la suavidad y la variedad del agua; los rojos, los azules, los verdes marinos vienen de la tradición pictórica veneciana del siglo XVI: Giorgione, Giovanni Bellini, Tiziano, Tintoretto.

maestro 3 maestro (2)

 

Más en el interior de la laguna encontramos Burano, conocido por un particular tipo de encaje que se hacen al “tómbolo”.

Tombolo

Es una técnica que se transmite de generaciones (ahora hay también escuelas, talleres en la isla): difícil y muy lenta. Por eso el precio de estos bordados es elevadísimo acorde con la gran cantidad de horas de trabajo que exige su elaboración.

 

Empezó a llover. Fuimos a buscar protección en una cafetería, comiendo pastelitos típicos y café, en la espera que se despejara. Afuera las callecitas con sus casas de colores asumían tonalidades más obscuras.

Pero no, el cielo siempre más se obscurecía, el agua en los “ríos” más negra y, afuera, el viento encrespaba la laguna.

Tuvimos que regresar.
A poco menos de cinco minutos de Torcello, tuve que dejar la oportunidad de enseñarles a mis amigos esta isla, solitaria y misteriosa, fascinante.

Torcello que acogió uno de los primeros asentamientos de la Laguna Véneta: cuando las hordas bárbaras, las de Atila “el flagelo de Dios”,  empezaron a invadir Italia en el siglo V dC -ya no habían más las legiones romanas a defenderla-,  los Vénetos aterrados salieron de las ciudades y refugiaron en las islas de la laguna.  Torcello en particular, como más aislada.

Ahora Torcello, a pesar de su noble pasado, está casi despoblado. Hay un muy famoso restaurante-hotel, la “Locanda Cipriani” una plaza con los monumentos: la Catedral de Santa María de la Asunción, ejemplo significativo del estilo véneto-bizantino; la iglesia de Santa Fosca, que se remonta al siglo XII; un asiento de piedra conocido, por la fantasía popular, como el Trono de Atila, aunque lo más seguro es que Atila nunca ha pasado por allí

atila

Nada más: soledad, una aura de misterio, el olor de la salsedumbre de la laguna que se mezcla con el aroma de los huertos, que se extienden casi sin cultivar, en torno a la plaza que alguna vez fue un centro floreciente de vida.

Ahora, excluidos los turistas no viven aquí más de veinte personas.

 

 

 

 

Bombillas quemadas

La Italia que fue

come eravamo

Un amigo me contaba que algún tiempo después de la muerte de su abuelo tuvo que limpiar el sótano de su apartamento. Entre otras cosas, se encontró con una caja llena de bombillas quemadas. Estaba acompañada por una nota escrita a mano: “Por si en el futuro inventan una manera de repararlas.”

Detrás de algunas anécdotas emerge un mundo. Parece verlo, aquel hombre, mientras arrincona objetos inservibles en el sótano con la secreta esperanza de que algún día puedan servir de nuevo: si no más a él, a alguien de su familia.

Hay quienes interpretaran el gesto del abuelo como un rechazo del consumismo o un soplo de tacañería. Yo, por el contrario, percibo una especie de secreta y arraigada confianza en el futuro.
La confianza que nos hemos perdido, que pero nos está sonriendo de estos cuadros nostálgico que ablandan los corazones, ya que parecen ocultar una posible respuesta a las inquietudes actuales.

Italia surgió de los escombros de una guerra mundial gracias a las personas que pensaban así.
Estadistas que persiguieron objetivos y no sondeos; emprendedores que renunciaron a los beneficios para traducirlos en inversiones; familias que ahorraron en los abrigos de los niños, pero no en sus estudios.
Millones de enamorados de la vida que conjugaban los verbos en el futuro, a sabiendas de que no lo hubieran disfrutado, pero sí propiciado.

¡A quién, sentado en los nuevos escombros de estos días, se preguntara por dónde empezar, me gustaría señalarle aquella caja de bombillas quemadas!

 

 

P.D.
En la antigua Unión Soviética había un mercado lozano de bombillas nuevas y usadas, que estaban a la venta en muchos puestos.
¿Por qué? El burócrata sacaba beneficio del robo de las propiedades públicas. Por ejemplo, muchos robaban las bombillas, que luego vendían en la calle. No ser descubiertos, era pero necesario tener bombillas quemadas para ponerlas en lugar de las que se habían robado…
¿Tal vez el abuelo del cuento ya preveía adonde nos están llevando?

 

He robado la idea a un periodista italiano, que a veces leo: Massimo Gramellini.

 

 

Ensalada “Catalina de Médici”

Catalina

La ensalada, como se la come en Italia, es una guarnición o mejor un acompañamiento, pues se la pone en un platito extendido cerca del plato principal, del segundo plato, que puede ser carne o pescado.
O sea cada plato o platito tiene sólo un tipo de comida para evitar que los guisos, los sabores, y también los colores, se mezclen y se confundan.

Cosa que, en contra, aquí en México le gusta mucho: un platón grande con todo mezclado adentro. ¡Brrr….!

La ensalada tiene una tradición antiquísima y es propio de esta que les quiero hablar, pues data, con tanto de receta y modales, desde hace el siglo XVI, con Catalina de Médici que la llevó a Francia junto a muchas otras y chef y cocineros florentinos.

Pero, la receta.
Parece estúpido hablar de receta para una ensalada: ¡hierbas y aderezo!
No es así. Primero por las hierbas que tienen que ser particulares, diferentes y sobretodo, olvidándonos de las ensaladas del supermercado, de campo o silvestres. No es fácil encontrarlas, pues hemos perdido el gusto de estos sabores antiguos pero todavía en Italia, por ejemplo en mí ciudad, hay lugares, tienditas que en esta temporada de primavera llegan a vender sus hierbas, tomadas del huerto o del prado silvestre, en la mañana temprano, cuando todavía están rociadas.

Tienen, estas hierbas, nombres que no todos logro traducir pues son dialectales, típicos del lugar donde crecen.
Escarola, hierbanuez, cazaliebre,  porcelana, rúcula o rúgula, corazones de lechuga, dientes de perro, lechuga rizada, berros, achicoria salvaje, acetosa, almajo, borraja, verdolaga, cerraja, tapas de hinojo y otras según el lugar y la temporada.
Estas mezcladas, claro no todas pues no es fácil encontrarlas en el mismo momento, se llaman en Italia “misticanza” que quiere decir propio mezcla.

Es una sinfonía de sabores y perfumes: sólo al pensarlo me vienen a la mente momentos, lugares, personas que ahora no hay más, que he perdido para siempre.

 

En esto me asimilo, si parva licet componere magnis, (si es lícito parangonar las cosas, y personas, pequeñas con las grandes), a un novelista que mucho me fue cariñoso en mí adolescencia: Marcel Proust autor de A la búsqueda del tiempo perdido, una de las obras más destacadas e influyentes de la literatura del siglo XX.
Cuando sabores y perfumes, la memoria del tiempo perdido –perdido porque olvidado y por lo tanto ausente-, te hacen recordar cosas pasadas de tu propia vida.

En el primero tomo de su obra, Por el camino de Swann, es una simple galleta, una magdalena (madeleine en francés) tomada con una taza de té que le hace rememorar recuerdos de su infancia, de su niñez: la magdalena que se ha convertido en el símbolo del poder evocador de los sentidos.

Y esto lo encuentro yo también una y otra vez: el humo de hierba seca quemada en el campo, el perfume de unos flores silvestres (me pasó  hace poco visitando un rancho en la sierra de un amigo).
Casi me desmayé, me tuve que parar: era como si me encontraras en otro mundo, en otro tiempo: no veía más lo que estaba viendo, me salían imágenes olvidadas, repuestas en el fondo de mí memoria que nunca más habría imaginado de vivir.
Como por Proust, perdónenme, la vida verdadera no es la que vivimos, que pasa, que parece no dejar huellas, sino la que acordamos cuando nos viene a la mente de aquel hondo lugar donde la hemos enterrada, borrada; no por una voluntad de rememorar el pasado sino por algo increíble y casi imperceptible: un perfume, un sabor.

 

La ensalada así preparada, con todas sus hierbas, ya tiene sus sabores: le falta un poco de aceite evo (extra virgen de oliva), vinagre de un vino tinto, denso y fuerte, sal y poca, poca, pimienta negra. Nada más.

Al tiempo de Catalina de Médici la ensalada era más saboreada: se le ponía queso de oveja en trocitos, anchoas, alcaparras, pasa y piñones tostados. También huevos duros cortados. En Francia fue una novedad.
Ahora la cocina francesa, la nouvelle cuisine, parece ser lo máximo de la excelencia culinaria pero todo esto empezó propio con la mítica Catalina.

Colegiala de catorce años, regordete, fea, algo pálida, ojos saltones característicos de la familia Médici, fue llamada despectivamente «gorda tendera florentina» a su llegada a Marsella para casarse con el guapo coetáneo Henri II d’Orléans.
Si bien el futuro rey de Francia fue muy decepcionados por su apariencia, se casó por razones de Estado; la Corte francesa esperó diez años en vano un heredero, y Catalina más de una vez fue en peligro de ser regresada a su casa, a Florencia. Por esta razón, «la tendera», apetito voraz pero también gustos muy refinados, recurrió a la superstición, a la magia y a las artes culinarias para construir su éxito.

Gracias a los cocineros y pasteleros que se había traído desde la corte florentina, la reina influyó en los cambios en la suntuosa pero tosca cocina francesa con recetas sabrosas y refinamientos con el uso de los cubiertos.

Catalina consideraba afrodisíacos muchos alimentos y en su angustia de tener hijos, en los dos lustros en que no logró tenerlos, aunque burlada por toda la corte, para defenderse de los influjos de la esterilidad dicen que llevaba colgado del cuello una bolsita con cenizas de rana y de testículos de cerdo.

Sea como sea, funcionó: Catalina dio a luz a nueve herederos, entre ellos a tres futuros reyes de Francia y a una reina de España.

Regente en lugar del joven hijo Carlos IX, según sus detractores dirigió los asuntos del Estado, por su pasión al esplendor de la cocina, mediante la organización de banquetes de costos exorbitantes.

Las crónicas de la época registran una cena de gala ofrecida en su honor en 1549. En esta fiesta se sirvió una comida que tenía que ser divisible por tres, el número perfecto de la supersticiosa reina: “33 venados asado, 33 conejos, 6 cerdos, 66 gallinas cocidas, 66 faisanes, 3 quintales de frijoles, tres fanegas de guisantes y 12 docenas de alcachofas”.

Sin saber para cuantas personas, claro es una cena pantagruélica y creo que el mismo Rabelais, en su Gargantúa y Pantagruel, haya tomado mucho de esta gorda y fea tendera florentina.

No así la ensalada, que si por casualidad encontraran las hierbas que sirven, sí ¡deberían comerla!

 

 

Argo

Argo

Tiene más que cincuenta años la foto que he puesto arriba.
Me la mandó mi hijo; yo no tenía ninguna después de así muchos años.

Su nombre era Argo como el mítico perro de Ulises nombrado en la Odisea: creo que fue mi hermano, que ya conocía a Homero por haberlo estudiado en la secundaria, que le puso el nombre.
Yo era más chico de cinco anos y no sabía nada de esto. Pero el nombre me gustó: era bastante raro y sobretodo único; ninguno de mis amiguitos que tenían un perro le habían puesto un nombre así raro.
Casi se reían por este nombre: ¿que quiere decir? –preguntaban- ¿Ancho? [en italiano “largo”].  ¡Ignorantes!

En aquel entonces vivíamos en Padua [ciudad de Italia muy cerca de Venecia] en una callecita cerca del centro de la ciudad, en el lado pobre de la ciudad.
Desde pocos años habíamos regresado del pueblito, en el campo cercano a la ciudad, donde habíamos ido buscando seguridad de las tormentas de la guerra.

Las calles de las pequeñas ciudades de Italia son muy diferentes de las de aquí: angostas y tortuosas tienen la forma que los siglos le dieron, cuando los pocos carros los caballos los tenían adelante a tirar, no bajo el capó.

Estábamos en los años inmediatamente después de la guerra: de todos lados habían ruinas por los bombardeos, pobreza y poco trabajo. Nosotros éramos afortunados en este sentido: mi mamá era maestra y nunca dejó de trabajar, y de tomar el sueldo; mi papá empezaba uno de proponer medicinas a los doctores.
Pero en todo el país se sentía la gana, la fuerza, la voluntad de olvidar el terrible pasado: los muertos en la guerra, los hijos que no habían regresado;  y empezar algo nuevo, quizás con la fuerza de la desesperación, quizás por la esperanza que el futuro habría sido mejor y que habríamos podido construirlo.

En este entorno yo vivía, como todos los niños –ahora no es más así la campiña- como en un mundo irreal, afuera del tiempo, sin saber nada de los acontecimientos y de la realidad.
La guerra para mí era algo distante, no tenía lo trágico que habría descubierto más adelante. Era los fulgores, los relámpagos que se veían en la noche por los bombardeos en las ciudades cercanas; los vuelos de los aviones altos en el cielo; la cara del cabo alemán herido y fugitivo que escondimos por unos días en el sótano de la casa: los partisanos armados que a menudo pasaban por la campiña…

Ahora para mí es imposible justificar la guerra, aquella guerra que he visto sin sufrirla, todas las guerras, que unos decidieron por ambición de poder y que otros pagaron con su vida.

La infancia, los primeros años de escuela, las monjas del colegio, los compañeros con el delantal negro. Y la casa.
La casa donde vivíamos era una casa grande de departamentos: dos puertas de entradas, el numero 9 y el 11, que llevaban a una escalera hasta los cuatro pisos, mejor cinco: el ultimo era de desvanes. Nosotros en el tercero.
En la planta baja estaban tienditas, me acuerdo, un verdulero, una de abarrotes que vendía sobretodo pan, queso y unos viejos embutidos. La leche nos llegaba, cada mañana a las siete y media, hasta la puerta de la casa, arriba al tercer piso. El lechero tenía in algún lado unas vacas: a las cinco las ordeñaba y rápido iba por las casas. Era todavía tibio. Mí mamá con la nata hacía mantequilla.

Y, propio a un lado, al 13, estaban las oficinas de una pequeña fábrica siderúrgica que trabajaba el fierro -cortaba, soldaba láminas – haciendo cocinas que, en aquel tiempo, se llamaban económicas, y hornitos caseros. Bueno, todo tenía que ser económico. Eran cocinas que se calentaban con leña o carbón en briquetas. El gas sí había pero costaba demasiado.

Pasando por las oficinas, en otro edificio atrás de la casa, había la verdadera fábrica de tres o cuatro pisos, no me acuerdo. La particularidad estaba en el techo que era una terraza y está terraza era conectada a la casa donde vivíamos, distante unos cuatro, cinco metros, por medio de dos pasillos, puentecitos, colgantes.

Ahora, en el pensarlo, me da vértigo: el puentecito estaba colgado a los diez metros, era bastante estrecho y sólo, por seguridad, tenía dos barandillas de fierro.

Pero nos conectaba a esta terraza, muy grande -me parecía enorme- que fue el lugar de mis juegos, de mis sueños de niño. En la casa vivían otros niños más o menos de mí edad y nos encontrábamos allá en cada momento de la jornada.
De niños, en un rincón de la terraza, que tenía en torno un muro de hormigón (se lo ve en la foto), hacíamos con viejas sabanas y tablas de madera una tienda y estábamos adentro jugando y leyendo: era el tiempo de las aventuras de Salgàri y de Verne. Piratas, corsarios, exploradores en nuestro mundo fantástico.

Es en este tiempo, en este lugar, que aparece Argo.
Nos lo había regalado la muchacha que venía del campo (trabajar en la casa de la maestra era un orgullo); era muy pequeño, veinte, treinta días no más.
Comía la leche que nos llevaba el lechero, Amedeo, tibia, pero alargada con un poco de agua. Para su salud, decía mí mamá; mientras era para ahorrar un poco.

Son cosas que ahora pueden parecer increíbles, con el desperdicio que hay de comida en todos lados, pero así era. Las mamás, todas, buscaban de ahorrar de cualquier manera.

Y Argo se volvió parte de la casa, uno de la familia. Un perrito mestizo que más inteligente no puede ser. Mí mamá en el principio no lo quería en la casa; al final se resignó y se acostumbró. Pero no totalmente.

Cuando pienso en la importancia de un animal domestico en el crecimiento y el desarrollo sicológico de los niños pienso en él, en Argo.
Compañero de mis juegos, amigo en las risas, conforto en la tristeza, siempre a mi lado aun cuando, por una travesura, me castigaban arrinconado en el cuarto, a veces sin comida.

Pasaron los años: yo crecía y Argo siempre conmigo.
Cuando por él llegó el fin, siempre se había levantado de su perrera para saludarme cuando regresaba a la casa, no logro más hacerlo. Viejo y enfermo me miraba cansado moviendo la cola.
Mi papá y yo lo llevamos con un veterinario conocido por una inyección. Fue un día triste para todos en la casa. También para mí mamá.

Aunque… me acuerdo de un suceso, que quizá  todos quisimos olvidar.
Unos años antes con ocasión de las vacaciones de verano a la playa, a Chioggia, una de las pocas que hicimos toda la familia junta, mi mamá había confiado a Argo a la muchacha que vivía en un pueblito bastante alejado de Padua. Regresados, mi mamá no quiso más acogerlo en la casa. Me decía que como perro estaba mejor en el campo; “se veía” con una perrita: mejor por él y por nosotros.
Me pareció una traición, no lograba resignarme. Pero tuve que aceptar.

Después más de cuatro meses lo encontramos, Argo, herido en la cabeza y sangrante, delante de la puerta de la casa, en la calle, exhausto y casi moribundo. Mí papá lo recogió en sus brazos y lo llevó adentro: toda la noche se quedó con él curándolo y alimentándolo. Se había escapado del campo desde hace cinco días, yo no lo había sabido, intentando buscar el camino hacía su casa. En la mañana ya estaba mejor y una semana con caldos de carne lo pusieron de nuevo en forma.

Vivió  catorce años, toda mí adolescencia, hasta mis primeros años de la Universidad.
Pero ya los tiempos eran diferentes; yo tenía una muchachita que luego fue mi novia, luego mi esposa.

Quizá no tenía más necesidad de él.

Esto es todo sobre Argo. Cierro el equipo, apago la luz.
Pero todavía veo aquella mirada de hace muchísimo tiempo y me encuentro niño en un mundo que no hay más. ¿Dónde estás tú, Argo, compañero de los años felices?  ¿Dónde están todos los que he amado y que he perdido?
¿Dónde se fue todo lo que he vivido?  ¿Se perdió para siempre?
¿Es algo que sólo revivo en mis recuerdos? ¿Sólo recuerdos que se ofuscan y se desvanecen?

O, quizá, queda en algún lado y me está esperando, junto con los que han compartido, en parte, mucha, toda mi vida.

Ya lo sé: llegará aquel día en que me encontraré con los que he amado.
Y será un buen día.

Pescado

pesce mercato

No me gusta cocer el pescado. No soy capaz. Ni freírlo, ni asarlo, ni cocinarlo.
Pero me gusta mucho, muchísimo, comerlo.

Y me gusta el pescado que se come en Italia donde hay muchísimos de estos restaurantes, “osterie” (tabernas), donde lo hacen y muy bien.
Cerca de donde vivía, en Vicenza, se encuentran a lo largo de la carretera que de Padua llega a Venecia, siguiendo el rio Brenta, en un panorama campestre engastado de las más ricas villas vénetas, las antiguas construidas en el siglo XVIII por el arquitecto Palladio.
Eran las mansiones de verano de los nobles de Venecia, que cuando el calor y el bochorno se hacía fuerte y casi insoportable en la ciudad, se trasladaban con toda la familia y los criados por unos meses en el campo.

Carlo Goldoni, comediógrafo veneciano del siglo XVIII considerado el padre de la moderna comedia italiana en la cual sostuvo a las mascaras (comedia del arte basada en la improvisación alrededor de unos personajes enmascarados arquetipos de la sociedad) personajes reales tomados de la vida cuotidiana, varias veces escribió sobre estas vacaciones en el colorido dialecto veneciano del tiempo.

 

El sabor del pescado en Italia es algo diferente de lo que se encuentra aquí en México.

Depende del mar, que es un mar aislado, tranquilo, pequeño: no como el océano. Italia es como, tiene la forma de una bota que pisa en un aguazal y este aguazal es el mar Mediterraneo.
Los peces que se encuentran son de una increíble variedad: Italia tiene litorales arenosos y costas rocosas y esto le permite de tener estas especias diferentes y singulares; luego la temperatura del agua de mar, la concentración de los sales, le da a los peces el típico sabor mediterraneo: único.

Cuando te sirven un plato de pescado, de mariscos (los crustáceos y los moluscos) se huele el mar.

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sardine

De todo el pescado lo que me gusta más es la sardina, la pequeña sardina azul del mar Adriatico (la parte del Mediterraneo que está al este de Italia).
El pescado más común, más barato pero, para mí, más rico que se pueda comer.
Y en el norte, Chioggia, Venecia, Trieste son las ciudades de mar donde se cocina y se come un pescado maravilloso.

En estas ciudades hay mercados de pescado que son una alegría a verlos: por la variedad, por la frescura, por el olor, fuerte pero muy agradable y especial, que emanan. En la noche salen los barcos de pescadores y en la mañana temprano regresan con su cargo de variedad y frescura. Ese es el pescado bueno, fresco con las branquias rojas carmín, los ojos túrgidos y brillantes.

Hay la cultura del pescado, sobretodo frito: hace tiempo habían tienditas (“fritolin” en dialecto veneciano) que freían a todas horas sardinas, zamburiñas pequeñas, sin concha, y anguilitas pequeñas, blancas. Las vendían en un cucurucho de papel gruesa, de estraza, como si fueran papitas fritas. No costaban nada.
Todavía ahora, en Venecia, hay que buscarlo estos lugares que están escondidos, afuera de la corriente de los turistas, en las calles, en las plazoletas de los barrios más populares, donde se encuentra la verdadera alma de Venecia, y su cocina.

Decía: sardinas. Que propio en Venecia y alrededor se preparan en una manera muy especial según una receta antigua: “en saor” (en sabor).

Es simple y muy sabrosa.
Intenté de hacerla también aquí pero no encontré las sardinas que buscaba. La llaman sardinas pero no tienen nada que ver con las verdaderas: son más grandes, tienen muchas y gruesas espinas adentro y afuera del cuerpo, a lo largo de las espaldas: al final las tiré.

Pero si acaso, en un viaje en Italia, las encontraran en el menú, ¡comanlas! Lo merece.

Se les quita la cabeza, se limpian con agua (debería ser, para no quitarle el sabor, ¡agua de mar!), se enharinan y se fríen en bastante aceite de oliva hirviendo. En otro sartén, siempre con aceite de oliva, se dora la cebolla cortada finita, luego se agrega un vaso de vinagre de vino blanco, con fuego lento.
Me gusta, según la receta más antigua, ponerle también pasa y piñones.
En un bol ancho se le pone un piso de sardinas, arriba uno de cebolla así preparada, otro de sardinas, otro de cebolla, hasta al final.
El vinagre, endulzado por la pasa, sigue macerando las sardinas, que se comen “en saor” el día siguente conservadas en el refrigerador.

Y se las comen también cocida a la parrilla con sólo un poco de sal y de aceite de oliva.

Tengo un recuerdo a este propósito: algo de hace mucho tiempo, cuando comí las sardinas más sabrosas de mi vida.

Era joven, poco más que un jovencito, y me encontraba con unos compañeros en la playa de Venecia, el Lido, una isla delgada que cierra la laguna y mira al mar.

Estábamos en la playa, tumbados en la arena todavía caliente por los últimos rayos del sol después de un largo baño.

Un barco pequeño se acercó a la orilla, era de pescadores que habían retrasado el regreso al puerto. Con un bote llegaron a la arena: tenían unos cuantos cajoncitos de sardinas recién pescadas.

Se pusieron a venderlas a los veraneantes que ya se iban a la casa, mientras uno de ellos, el más viejo, encendió rápido un fuego con las ramas secas encontrada en la playa, le puso una parrilla y luego las sardinas.

El precio era irrisorio y me acuerdo que comimos muchas. Nunca así sabrosas.

Ya el sol se había puesto, el aire era tranquilo y agradable. Poco a poco la gente desapareció de la playa; los pescadores ya habían salido.

En la playa ya estábamos sólo nosotros, los amigos con las muchachas.
Yo con el brazo en torno de las espaldas de aquella joven rubia.
Miradas fijas, besos robados: la luna que subía alta en el cielo.

Cuantas estrellas, cuantos sueños, cuantas ilusiones en la cabeza aquella noche en la playa del Lido de Venecia.

 

 

La sottile linea d'ombra

Hunting the light - arte e poesia

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Mi è stata data una spina nella carne (2Cor 12,7)

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