El asunto del matrimonio es un problema ético, no político.
Atribuirlo a la política, esperar que la política nos guie, nos indique el rumbo correcto, o ver en las indicaciones que surgen de ella -que son oportunistas, utilitaristas, dictadas por la conveniencia del momento y la supervivencia de unos- la manifestación de un sentido superior, quiere decir encargar nuestra conciencia a quienes no la tienen (o no la usan).
En esto estaba pensando cuando me puse a leer y reflexionar sobre el artículo, muy preciso y seguro aunque para mí no convincente, de Víctor H. Becerra, Matrimonio gay en Latinoamérica: tarde pero llegará.
Ahora bien, el artículo está alojado en el sitio web del Movimiento Libertario de México. Yo también soy libertario, aunque italiano y católico.
No podía dejar de pensar en la admonición de Kenneth Minogue (The Servile Mind: How Democracy Erodes the Moral Life): “Un pueblo que confía sus reglas morales a los gobiernos, por más que sea impecable su motivación, se vuelve dependiente y servil”.
Como problema ético el asunto del matrimonio es un problema individual, personal.
Que en todo el mundo los gobiernos se encuentren enfrentando el argumento del matrimonio entre personas del mismo sexo y que en alguna parte lo hayan resuelto aceptándolo, es una realidad que pero no dice nada más que los políticos están alzando las velas: van, como de costumbre, donde sopla el viento.
Lo indudable es que el viento sopla hacia allá. Pero que tarde o temprano llegaremos a aceptarlo, no quiere decir que sea lo más correcto.
Lo inevitable no es lo cierto.
Hemos, por lo menos yo hace mucho tiempo, dejado de creer que la historia tenga su espíritu (el Zeitgeist hegeliano) que nos lleva dialécticamente a un estado superior; que la historia requiera la perfección de la sociedad humana. La historia no tiene su conciencia: la historia es una secuencia de acontecimientos, y nada más. Es el hombre que tiene, o mejor debería tener, una conciencia como guia para el futuro.
Es otro mito de la modernidad que el progreso, como progresión en el tiempo, sea superación de etapas precedentes e inferiores: de aquí el hombre nuevo, libre de las vinculaciones y discriminaciones del pasado; el pasado mismo visto como oscurantismo es decir restricción y oposición a la difusión del conocimiento, de la verdad, de la supuesta libertad.
Creo sea oportuno aclarar unas cosas.
En mi opinión, el malentendido fundamental radica en la definición del matrimonio entre personas del mismo sexo como “derecho” y en su pretensión de incluir en la categoría de los “derechos” todas las reivindicaciones -por más que respetables y aceptables- de cualquier grupo social.
En primer lugar, el hecho de que los homosexuales (o algunos de ellos) consideran el matrimonio como un concepto completamente independiente de la identidad sexual no significa automáticamente que sea así en absoluto o para cualquier persona (público, instituciones, leyes).
Pero sobre todo es falso que la falta de acceso a la misma condición jurídica de los demás siempre conduzca a la discriminación.
Parece que los partidarios incondicionales del matrimonio entre personas del mismo sexo consideren su falta de reconocimiento como una violación de un derecho al igual que (por ejemplo) la privación del derecho de voto y otros derechos civiles y políticos.
Como negocio jurídico, del matrimonio derivan derechos y obligaciones. Pero en cualquier acuerdo existen también razones de discapacidad que les impide concluir a ciertos sujetos; sin tener que armar un escándalo por la intolerable desigualdad de trato.
No es correcto invocar el matrimonio como único amparo legal del familiar (propiedades, herencias, etcétera): hay otras formas; como única defensa del hecho (real) de quererse (no se puede reconocer el derecho al matrimonio para todos aquellos que se aman por el mero hecho de que se aman): por ejemplo, una mujer que ama a dos hombres, o viceversa; como justificación de las razones emocionales para la adopción de un niño por una pareja homosexual.
Y luego, ¿a dónde llegaremos?
En Canadá, los partidarios de la poligamia exultan, porque con la introducción del matrimonio homosexual no hay más las bases jurídicas para negar la poligamia que ya, aunque no legal, es aceptada.
Y, de veras, ¿porque no? Cuándo hemos rechazado, borrado que el matrimonio sea la unión de un hombre con una mujer.
Al final hemos introducido el concepto relativista que el matrimonio puede ser cualquier cosa nos guste en el momento, pues de esta manera se ha ampliado la aceptación de un modelo de inestable unión basada en el deseo cambiante de compañía
Confundimos los términos. El matrimonio es una cosa y la unión libre de dos personas es otra.
Nadie niega, creo, que cualquier persona puede vivir y estar con quien crea. Es parte de la libertad fundamental del individuo y no seré yo a rechazarlo.
¿Pero esto tiene que ver con el matrimonio? No hablo por supuesto del matrimonio religioso, sería obvio; sino también el matrimonio civil, regulado por el Estado, es algo completamente diferente.
El matrimonio, y su consecuencia la familia, no es una relación privada, es una institución social, tiene que ver con la responsabilidad que la sociedad tiene hacia las generaciones más jóvenes. La familia es confianza de la civilización a través del tiempo, su relación con el futuro.
La introducción del matrimonio gay no es una cuestión de terminología, sino una decisión que cambia la esfera social en su conjunto.
¿Debemos prepararnos para un nuevo orden social en el que cada tipo de relación sexual se puede transformar en matrimonio con la firma en un formulario?
¡Y se anuncia como un gran paso adelante para la libertad humana!
Esta ley hace insignificante a la historia de Adán y Eva y a toda la narración civil, política y literaria acerca de aquel momento de la conciencia humana que es la propagación de la especie.
Es una reforma autoritario-democrática disfrazada de progreso libertario, una regla que niega a los niños el derecho a ser criado por un hombre y una mujer o ser emocionalmente cuidados por las dos secciones de la humanidad, por las dos mitades del cielo.
Conecten todo esto de arriba y… tengan miedo.
No quisiera hablar de fe: por supuesto, si entramos en el proyecto religioso, no deberíamos haber discusión; pero también debemos recordar que nuestra fe, -además de ser la adhesión a los principios sagrados que cada cual puede o no aceptar-, es el gran legado, la fuerte herencia de la tradición judeo-cristiana que impregna nuestra cultura occidental, que se enraíza en nuestras tradiciones, que es el origen y la esencia de nuestra cultura.
Citando una grand lección di Gilles Bernheim, Gran Rabino de Francia, retomada al final de su pontificado por Benedicto XVI (“Si no hay hombre ni mujer, entonces no hay ya ni siquiera la familia”):
«Dios creó al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó» (Génesis 1:27). El relato bíblico funda en el acto creador la diferencia sexual. La polaridad masculino-femenino atraviesa todo lo que existe, de la arcilla a Dios. Es parte del dato primordial que guía su vocación – ser y actuar – del hombre y de la mujer. La dualidad de los sexos pertenece a la constitución antropológica de la humanidad.
Comentarios recientes