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Obesidad e impuestos

saturno

Saturno devorando a sus hijos – Francisco Goya

 

El uso del apalancamiento fiscal para orientar la conducta alimentaria de los individuos, o más simplemente para reducir la libertad en la elección del propio estilo de vida, es el último grito en el campo de las políticas públicas.
Expresiones como impuesto a los refrescos, impuesto sobre la grasa, sobre los alimentos basura, pero también sobre el alcohol, el tabaco, han entrado prepotentemente en al arsenal ideológico de los legisladores y, como consecuencia, en el vocabulario de los ciudadanos.

Ciertamente, el impuesto sobre los alimentos no puede considerarse una novedad: por el contrario, siempre han sido un objetivo prioritario de las estrategias fiscales, debido a que su centralidad en el consumo hace que la recaudación sea más fácil y más segura; pero también el más odioso: basta pensar en cómo los impuestos sobre la sal, trigo, té han inspirado a las guerras y revueltas.

Igualmente firme es la atención de los recaudadores a los “vicios”, respecto de los cuales una incesante propaganda los ha hecho impopulares, como el alcohol y el tabaco.

 

Los dos elementos –los alimentos y los vicios, y por lo tanto alimentos viciosos- se fusionan con la ayuda de un aglutinante, proporcionado por la presunción del Estado para ejercer un control minucioso sobre el cuerpo, y al final sobre la mente, de los ciudadanos.

Si bien se puede reconocer que este impulso – irresistible en los totalitarismos: “¡Tienes el deber de ser saludable! Tu cuerpo pertenece al Führer”, declamaron los Nazis; la gimnasia en las plazas de la Corea del Norte, hoy, y en la plaza Roja de China, ayer,- ha perdido fuerza en contextos democráticos, por otro lado, ha encontrado una base más sólida en los avances científicos y clínicos, que ha expandido el bagaje argumentativo a los burócratas que les permite dar forma a lo que Thomas Szasz ha llamado brillantemente “estado terapéutico”.

 

El resultado más evidente de este “paternalismo estatal” es que se ha hecho más aceptable la idea básica: que los burócratas saben mejor lo que es correcto para sus ciudadanos, y que, independientemente de los métodos utilizados, los primeros deben llevar la voz cantante en las decisiones de estos últimos.

Y esto no es nuevo.

Dinamarca fue el primer país del mundo, en el 2011, en implementar un impuesto sobre las grasas y, en general, uno de los más convencidos en la ola de impuestos alimenticios paternalistas.
En los meses siguientes aumentaron también los impuestos sobre los derivados del alcohol, chocolate, helados y bebidas no alcohólicas; ya existía el impuesto sobre el alcohol como sobre el tabaco.
Después de un poco más de doce meses, sin embargo, las autoridades danesas han anunciado la derogación del impuesto sobre las grasas: frente a una contribución limitada a la lucha contra la obesidad, el tributo implicaba costos administrativos sustanciales para determinar la incidencia exacta de la tasa, por primera vez, no calibrada en una categoría de alimentos, sino en un componente omnipresente como la grasa y difícil de medir.

Sin embargo, en el mismo tiempo, otros países europeos: Hungría, Rumania, Finlandia, Noruega, Francia, sin hablar de los Estados Unidos, pusieron similares impuestos y Gran Bretaña, Irlanda, Israel. y en estos días Italia, los están pensando.

 

Ahora también Peña Nieto dijo que su reforma contempla impuestos a las bebidas azucaradas, como una acción para combatir los índices de obesidad.

 

La lógica del razonamiento detrás de la introducción, o más bien de los intentos de introducir y lograr la aceptación de los gobernados, de un impuesto a ciertos alimentos sin embargo no es, como intentan hacer pasar, lo de disuadir, debido a los costos más altos, un hábito alimenticio perjudicial.

Para leer de forma correcta esta tendencia hay que verla de una manera diferente.

El estado (gobierno, política, burocracia) tiene una necesidad permanente y absoluta de nuevos ingresos. Está en su constitución: el estado tiene hambre; el estado, como todo en la naturaleza, crece, -lo que personalmente espero es que también muera, pero es una esperanza que ya ronda por muchos años, ¡quién sabe!-, se agranda, siempre incorpora nuevas actividades y funciones.

Es un monstruo que, como un nuevo Saturno, come de sus hijos: va a morir, tal vez, cuando ya estaremos muertos, por falta de presas naturales, tal como las plagas al agotamiento del organismo anfitrión.

Así que la necesidad es encontrar nuevas fuentes de ingresos y esta es la actividad primaria de todos los gobiernos.
Al hacer esto, tienen muy en cuenta la máxima de Jean-Baptiste Colbert (el arte de los impuestos consiste en desplumar al ganso para obtener la mayor cantidad de plumas con el menor posible graznido).

Mejor aún si pueden convencernos de que están trabajando (desplumándonos) para nuestro bien.

 

Entonces, ¿qué podría ser mejor en este mundo sano e higienista, donde tu conciencia se molesta en tomar un helado con crema, o una crema dulce pero no corre las lágrimas o pensamientos de compasión frente a la masacre de civiles desarmados en los países de África o de Oriente Próximo; qué hay mejor que imponer otro impuesto esta vez sobre los alimentos considerados “basura”?

El Estado ha logrado su propósito: aumentar los ingresos; ha asumido la imagen del ángel de la guarda, interpretando el papel que más le gusta de guardián de su rebaño de súbditos, y nosotros, los sujetos, acosados, oprimidos, exprimido en el sentido propio de la palabra, estamos contentos de esta entidad por encima de nosotros, casi sobrenatural, pensando para nuestro propio bien.
Por supuesto, hay también necesidad de perros guardianes, que mantengan en las filas los más desenfrenados, -que siempre hay estos idealistas amantes de la libertad-, tribunales que sancionen los más arrogantes para que todo se vea limpio, correcto, feliz.

 

No nos dejemos llevar por la fácil y absolutoria consideración que después de todo es algo que va en la dirección correcta, ya que, aunque con formas no del todo correctas, se nos invita, obliga a renunciar a algo que enferma.
Después de todo no es que una forma de educación impuesta por el Estado…

Por contra, hay que desconfiar, tener miedo de lo que, no importa si bien o mal, se nos impone.

 

La educación, parafraseando a Georges Clemenceau, es un asunto demasiado serio como para dejárselo al estado.
Es responsabilidad, es tarea de la familia, -se llamen parientes 1 y 2, aunque yo sigo con mamá y papá- es el deber de los padres.

Dejar que nos lo arranquen puede ser cómodo para aquellos que no sienten ese compromiso moral, pero es el camino seguro a la esclavitud.

 

En Italia acaba de salir un libro colecticio con el título “La obesidad y los impuestos. Porque necesitamos de la educación, no de impuestos”
Bien documentado y exhaustivo me fue útil en esta reflexión.

 

 

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