Cortina d’Ampezzo, Italia.


Cortina d'Ampezzo

Hubo un tiempo en el cual Cortina d’Ampezzo, un pequeño pueblo en el corazón de los Alpes del este, fue llamada «la perla de las Dolomitas», y fue el más exclusivo, lo más «in » en toda Europa, me atrevo a decir en todo el mundo.

Era la época de mi juventud. Eran los años por un lado locos y rugientes de la reactivación económica después de la tragedia de la segunda guerra mundial.

Era un reino tranquilo, aislado, ya que casi inaccesible; la única carretera que conectaba la ciudad más cercana, Belluno, a este pequeño oasis en las montañas, era larga, estrecha y sinuosa, a menudo intransitable en invierno.

Pero a pesar de esto, o quién sabe precisamente por esto, en invierno y también en verano, era el lugar de encuentro de la realeza europea, magnates de la industria, artistas, actores conocidos y aspirantes a estrellas en busca de la gloria y la fortuna.

El centro de la pequeña ciudad -paseo Italia, plaza Franceschi, plaza Venezia-, donde se asomaban hoteles estrellados y restaurantes à la page, se convertía en un aparcamiento de coches de lujo, Rolls-Royce, Bentley, Bugatti, Mercedes, cuando no muy lejos en la concurrida llanura fueron los 500, los 600, los utilitarios Fiat, a enseñorearse.

El pequeño aeropuerto fue utilizado para aviones ejecutivos, todavía no jets, y helicópteros: para los que podían permitírselo.

En ese momento yo no conocía Cortina; era como un lugar misterioso de que todo el mundo habla pero nadie siquiera sabe dónde está.

Sí, estaban las revistas de la época enviando reportajes con fotografías, todavía en blanco y negro, de personajes famosos, de mujeres guapas, de fiestas exclusivas: en fin, otro mundo.

Cortina la conocí muchos años después, cuando fui a trabajar a Belluno.

Pero no era más la misma. Como de una mujer que fue hermosa, que ya está mostrando signos de la edad y trata de parecer la que ya no es.

El así llamado «gran mundo» había tomado otros caminos.

Garmisch, St. Moritz, Gstaad, Kitzbuehel, Aspen …

Ahora hay muchos que podrían subir hasta allí: la carretera renovada, hicieron también una autopista, permite que muchos, demasiados, lleguen a tocar, a ver, al menos por un día, aunque comiendo bocadillos y refrescos en la aceras de la calle, lo que siempre habían soñado.

Pero el hechizo había terminado.

Los recuerdos van ahora a mi infancia. En la casa donde vivía y a la gente que habitaba allí. Acaso ya he mencionado.

Ahí está Tai, Tai di Cadore.

¿Por qué me acuerdo de este pueblito? ¿Porque, más que Cortina, ha quedado en mi mente?

Allí, detrás de la casa de departamentos donde vivíamos en aquellos años lejanos, había una terraza en la azotea de una pequeña fábrica siderúrgica, conectada con dos puentes suspendidos.

En esta terraza, por la noche después de la cena, en el verano, llegaban las mujeres, las señoras que vivían en la casa delantera, con taburetes y sillas que ponían en círculo para hacer unas charlas y conseguir un poco de aire.
Nosotros los niños, excluidos del grupo, estábamos al otro lado: acercándome sentía a menudo bajarse las voces, carraspear y una pausa de silencio. Muy curioso como soy, uno de los placeres prohibidos era escuchar a escondidas y aprovechar cualquier chisme o un discurso extraño de que, al día siguiente, haría preguntado a mí mamá.

Venían a tomar el aire también las hijas solteras de una anciana que vivía en el piso superior de la casa. Trabajaban en una empresa estadounidense que tenía la oficina en la ciudad. Ganaban un muy buen sueldo, en comparación con los tiempos, y así podían permitirse vacaciones de verano que a la mayoría de la gente, incluyendo a mi familia, estaban negadas.

De una de ellas, María, la más segura de sí misma, más viva, la otra era Elena, recuerdo que oí por primera vez hablar de Tai di Cadore, donde todos los años se iba de vacaciones por dos semanas.

Ensalzaba, María, la belleza de las montañas, de aquellas montañas, el verde de la hierba que crecía allí. “Ah, el verde de Tai…” – decía, y su rostro se iluminaba con el recuerdo. Presuponiendo que un “verde” así no estaba ni siquiera en Cortina.

Incluso ahora, cuando el verano está en pleno, digamos que a finales de julio, y el calor y el bochorno invaden la ciudad, vienen a mi mente esas palabras, esa frase tirado en medio de un agitar de abanicos, una añoranza de borrasca e improbables refrigerios.

“Ah, el verde de Tai…”. La pura frase tenía un efecto de refrescamiento sobre nosotros que escuchábamos, evocando prados y las brisas de montaña. El efecto era de corta duración: poco después aún más frenéticamente reanudando las ilusorias maniobras refrescantes de los abanicos.

Esta frase, luego repetida y destacada por nosotros que nunca hubiéramos ido a Tai, ha permanecido en mi memoria que siempre la repito cuando pienso en algo que logrado, aunque tal vez no sea lo pretendido, me parece al final, con una mezcla de complacencia y mesura, como lo que es mejor en el mundo.

 

 

 

 

 

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