La mística del estado y los bienes comunes


Retomando un viejo artículo mío (hace casi seis años) con algunos ajustes al lenguaje y un creciente pesar por la inmovilidad de la situación y por la inutilidad del razonamiento.

careteras

Preguntar “¿Sin estado, quién construirá las carreteras?” es como preguntar “¿Sin esclavos, quién cosechará el algodón?”

Cuando me preguntan «¿quién construirá las carreteras?» a menudo me inclino a decir: «No lo sé»; lo que normalmente crea una sensación de triunfo en el partido opositor, que la admisión de «no sé» confirma su sospecha de que el mercado es inferior a la coerción estatal.
Pero «No lo sé» no es una admisión de derrota, sino una admisión de que no puedo predecir el proceso del mercado.
Caleb McMillan

 

En el pasado, cuando todavía creía en la utilidad del debate y en la validez de las razones, a menudo me preguntaba cómo era posible que personas sensatas, educadas e informadas pudieran caer en el deslumbramiento o error de creer en el estado como una entidad indispensable y omnipotente.

Como había sucedido que el Estado, una institución -si bien se mira bastante reciente-, ha logrado a construir, enraizado en la mente y en la vida misma del hombre, una imagen de sí mismo que llamaré mística, absoluta y dogmática, mitológica.

 

 

Tengo amigos pensando que sin estado no tendríamos agua en las casas o desagüe y alumbrado en la calles. A parte que aunque con el estado a veces no los tenemos, de veras no entiendo cómo se pueda pensar que el estado sea el único posible proveedor de estos bienes cuando vivimos en una sociedad que nos proporciona cualquier cosa deseamos, -a veces para crearnos nuevas necesidades, pero también nuevas satisfacciones-, que nos ofrece lo que nunca abríamos pensado querer.

Y, peor de todo, estos que así creen son los mismos que están convencidos que en los gobiernos y en sus instituciones se anida incompetencia si no corrupción; donde hay arbitrariedad y desperdicio de recursos, donde aparecen enriquecimientos personales y familiares dudosos…

 

Éste es el punto crucial: aunque no tenemos confianza en el estado y en su mano operativa: el gobierno y los políticos, sin embargo por oportunidad, por rutina, por debilidad, indolencia espiritual, vileza, no deseando sacar las conclusiones necesarias, lo seguimos acreditando, creyendo indispensable e insustituible.

 

De otro lado el mismo estado, el mismo gobierno con la retórica de las manifestaciones, de las celebraciones de todos los aniversarios posibles -pabellones al viento, himnos, desfiles, tambores- fortalece la sensación, hasta hacerla convencimiento y dogma, que afuera del contexto organizado por el, haya un cultivo de “hombres-lobos” -para citar a Hobbes- que viven en manera egoísta y asocial, en una condición de conflictividad permanente.

Entonces es correcto, es inevitable que el estado se ponga arreglando, dirigiendo y supervisando cualquier cosa: todo se convierte en “bien común” no porque sea tal sino porque el estado se arroga el derecho-deber de hacerlo.

 

Y al final, acostumbrados, domesticados, esclavizados, son los mismos ciudadanos reclamando que sea el gobierno quien se haga responsable de solucionar cualquier problema de su propia vida.

Desde la escuela con sus programas estatalizados de educación, al trabajo regimentado por los sindicatos obreros, a la seguridad social, a la asistencia médica, a todas aquellas formas de intervención pública (gota de ayuda, despensas, vales…) que crean dependencia y subyugación en un pueblo sometido que va perdiendo su iniciativa, su espíritu emprendedor, su dignidad, su responsabilidad.

 

Es la apoteosis del Estado, el poder esclavista que ha creado su necesidad así perpetuando su vida.

 

A fuerza de mirar la realidad con las lentes deformadas y deformantes de la mística estatista, erróneamente somos llevados a creer que más allá del horizonte visual del estado no haya nada.
Sólo el estado puede asegurarnos los bienes y servicios ya considerados esenciales.

Sólo el estado y sus gobiernos pueden proveernos con eficacia de la protección, de la seguridad, de la justicia.
Sólo del estado a través de sus intervenciones nos puede garantizar la reducción de la incertidumbre y del riesgo.

 

Lo que queda en la sombra en esta glorificación del estado es “la otra cara de la luna”, -“lo que no se ve”- citando a Bastiat.

La cara oculta del estado moderno en cualquiera latitud se encuentre: el aumento del peso político-burocrático, de los impuestos y de la reglamentación; el asalto a la creación de riqueza y valor económico, al beneficio del intercambio de mercado; la proliferación de un fenómeno de colosal relevancia y consecuencia: el parasitismo político y su corrupción.

 

Bienes comunes. Para regresar al inicio, el agua en las casas, el alumbrado en las calles, siempre son la mejor justificación y la coartada perfecta para los gobiernos legitimando su elefantíasis y su parasitismo.

 

P.D.
Murray Rothbard, irónicamente, explicó una vez que si el gobierno fuera el único fabricante de zapatos, la mayoría de la gente sería incapaz de imaginar cómo podría producirlos el mercado. ¿Cómo podría el mercado producir todas las tallas? ¿No sería un desperdicio fabricar estilos para cada gusto? ¿Qué hay de los zapatos fraudulentos y los fabricantes de baja calidad? Y supuestamente los zapatos son un bien demasiado importante como para soportar las vicisitudes de la anarquía de mercado.

 

 

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