Qué extraño es el hecho de que muchos de los que adoran al Estado (estatistas, políticos, burócratas entre otros) se llaman a menudo ateos…
No aceptan por orgullo o ignorancia o las dos cosas juntas, la presencia de una entidad sobrenatural y trascendente (que de hecho les deja libres de toda elección e independientes, obligados sólo a su propia conciencia) y luego dependen ciegamente de una presencia real y opresiva: el Estado, el Leviatán.
Que no sólo les priva de toda libertad, efectiva, sino que les convence de que cada imposición se hace por su bien.
Desprecian los ritos sagrados pero adoran las liturgias del estado: desfiles, celebraciones oficiales con pabellones, estandartes e himnos y la mayor burla, llamada libertad democrática, las elecciones.
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