A escala planetaria ha estallado el caso del león Cecil que un turista cazador americano ha matado en Zimbabwe sin percatarse que era un ejemplar que estaba monitorizado por estudiosos de la universidad de Oxford.
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Nunca fue cazador y no concibo la caza como deporte.
En el tiempo pasado cazar era una manera innovadora de encontrar comida para la supervivencia: ahora hay otras maneras.
Porque, lo que entiendo pueda molestar no es tanto lo de matar (en todo el mundo hay forestales que, para conservar y sanear la especie, matan animales viejos o enfermos o superabundantes con respecto al lugar o al equilibrio con las otras especies animales; y además los animales feroces se matan de continuo entre ellos: sólo los domésticos, criados por los hombres, no lo hacen) sino la forma gratuita, sin necesidad; la exhibición de un acto que no tiene nada de glorioso.
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Pero me parece exagerado y fuera de las rayas lo que he leído en “El Pais”, periódico de España, como un mandamiento, una amonestación:
“Quizás esa indignación generalizada contra el cazador refleje una toma de conciencia: o nos salvamos y respetamos juntos, o juntos nos perderemos.”
Y además, exagerando en el ridículo:
“El mundo, y sobre todo los niños, están llorando la muerte de Cecil y, para consolar a los pequeños, los padres les hacen dormir abrazados a un león de juguete.”
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Permítanme a este punto de acercar este episodio, qué se ha convertido en un asunto de estado de que se ocupa la Casa Bianca, a otros acaecimientos que pasaron en los mismos días.
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En la aldea nepalesa de Kudiya, al confín con la India, un muchachito de 10 años, Jivan Kohar, ha sido degollado por un grupo de adultos para echar espíritus de otra persona
La práctica de los «sacrificios humanos», típica de las religiones paganas barridas fuera por el cristianismo, por el que los sacrificios humanos son abominables crímenes satánicos, no es sólo un horror del pasado. La cadena de televisión BBC, reconduciendo la denuncia de un ONG inglés, ha afirmado que sólo en Uganda en los últimos años se han averiguado unos 900 casos.
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El lunes pasado los terroristas islámicos de Boko Aram, en una aldea del Norte de Nigeria, han matado y decapitados veinte pescadores cristianos originarios de Chad.
Por otra parte en los primeros meses del 2015 ya son centenares en Nigeria las víctimas de Boko Aram, pero no hacen noticia.
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Ningún clamor. Ningunos motines de piedad o solidaridad colectiva.
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En el septiembre pasado hubo una sublevación general de protesta por la matanza, además accidental, de un oso en Trentino (Italia), con servicios en los telediarios de la tarde, por muchos días.
Un tipo de tragedia nacional impresionante si comparada con el desinterés colectivo por la matanza de tres monjas italianas en Burundi, África, ocurrida en las mismas horas.
El episodio del oso incluso fue concomitante con las matanzas del Isis en el Norte Irak.
También en aquel caso el doble estándar de la indignación colectiva fue patente: obsesiva para el animal; inexistente para los cristianos.
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¿Qué debemos concluir de todo esto? ¿En qué tipo de sociedad estamos volviéndonos? ¿Qué mentalidad está ganando?
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En la crisis de civilización que estamos atravesando en Europa, la aparición sobre la escena del ambientalismo extremista, del animalismo con aspectos de culto panteístico a la Madre Tierra, nos lleva a esta confusión, a estos errores.
Una de las muchas consecuencias funestas del ateísmo práctico de masa es en efecto la pérdida de la conciencia de la diversidad radical entre hombre y animales.
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Por quien censura la existencia del alma y niega la vida eterna, los animales son todos cuantos como hombres próximos futuros, que, en espera de su evolución y madurez, el hombre ya tiene que tratar como de hermanos menores.
Nos hallamos frente a la idolatría de la bestia salvaje: o sea tampoco al paganismo pero hasta al totemismo. Más atrás de así no se pudo llegar.
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Nos ayudan a encontrar la justa perspectiva unas reflexione de Murray N. Rothbard cuando habla de los derechos de los animales en un su obra “La ética de la libertad”:
En los últimos tiempos ha experimentado una creciente difusión la moda de ampliar el concepto de los derechos para abarcar también a los animales. Se afirma, en efecto, que, dado que los animales tienen los mismos plenos derechos que los seres humanos, no se debería permitir —es decir, nadie tiene el derecho de — matarlos o comerlos.
Esta postura tropieza con múltiples dificultades, incluidas las concernientes a los criterios a emplear para decidir qué animales deben incluirse en la esfera de los derechos y cuáles quedarían fuera. (No son muchos los teorizadores dispuestos a llegar tan lejos como Albert Schweitzer, que niega que exista el más mínimo derecho a pisar una cucaracha. Y si se quiere ampliar la teoría desde los seres conscientes a todos los seres vivientes, como las bacterias y las plantas, no estaría lejos la extinción de la raza humana.)
Pero el defecto fundamental de la teoría de los derechos de los animales es más básico y de mayor alcance.
La afirmación de los derechos humanos no es, propiamente hablando, de carácter emotivo. Las personas poseen derechos no porque nosotros «sintamos» que los tienen, sino en virtud del análisis racional de la naturaleza del hombre y del universo. Brevemente, el hombre tiene derechos porque son derechos naturales.
Se fundamentan en su propia naturaleza: en la capacidad humana de hacer elecciones conscientes, en la necesidad en que se encuentra de utilizar su mente y su energía para adoptar los fines y los valores, para conocer el mundo, para perseguir sus objetivos de tal modo que pueda vivir y progresar, en su capacidad y su necesidad de comunicarse e interactuar con otros seres humanos y de participar en la división del trabajo. En síntesis, el hombre es un ser racional y social. Ningún otro animal, ningún otro ser posee esta capacidad de razonar, de hacer elecciones conscientes, de transformar su medio ambiente para avanzar, para desarrollarse, para colaborar voluntariamente en la sociedad y en la división del trabajo.
Hay algo más que una simple broma cuando se subraya que, en definitiva, los animales no respetan los derechos de otros animales; la condición del mundo y de todas las especies naturales es que las unas viven a base de comerse a las otras. La supervivencia entre las diferentes especies es cuestión de garras y dientes. Y sería indudablemente absurdo decir que el lobo es «malo» porque existe a base de «agredir» y devorar corderos, gallinas, etc. El lobo no es un ser maligno que acomete a otras especies; simplemente obedece a la ley natural de su propia supervivencia. Y lo mismo el hombre. Tan absurdo sería afirmar que los hombres «atacan» a las vacas y los lobos del mismo modo que los lobos atacan al rebaño como decir que el lobo es un «vil agresor» que debe ser «castigado» por su «delito». Y, sin embargo, esto es lo que se deduce cuando se quiere ampliar a los animales la ética natural de los derechos.
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Hay una ruda justicia en el conocido chiste de que «reconoceremos los derechos de los animales apenas lo soliciten». El hecho de que, obviamente, no pueden hacer este tipo de peticiones a favor de sus «derechos» es parte constitutiva de su naturaleza y explica por qué no son iguales a nosotros ni pueden tener los derechos de los seres humanos. Y si se arguye que tampoco los bebés pueden hacerlo, la réplica es que llegará el día en que lo harán, en que serán personas humanas adultas, y los animales no.
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Las noticias sobre los acontecimientos son extraídas de unos periódicos italianos y españoles.
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